"Vacar a un presidente relativamente popular puede ser visto como un atropello, como un golpe sociológico". (Foto: Britanie Arroyo / @photo.gec)
"Vacar a un presidente relativamente popular puede ser visto como un atropello, como un golpe sociológico". (Foto: Britanie Arroyo / @photo.gec)
Jaime de Althaus

No cabe duda que era irracional y temerario vacar a un presidente con cierta popularidad, faltando pocos meses y en plena pandemia por el y recesión. Pero el argumento de que la dignidad ciudadana no toleraba un presidente a todas luces presuntamente corrupto y mentiroso, se impuso en el debate.

Por eso, ¿cómo explicar pese a que el vacado es una persona que habría recibido millonarios sobornos?

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Una explicación es que mucha gente, seriamente afectada en sus ingresos por la pandemia, percibe que la vacancia agravará aún más su situación, porque todo se detiene. Está harta. E indignada contra políticos y congresistas irresponsables que serían aún más corruptos y oportunistas que Vizcarra, y entonces no toleran esa burla. Eso es lo que se ha dicho: que vacaron a Vizcarra porque querían postergar las elecciones, indultar a Antauro, revertir la reforma universitaria y devolverle la licencia a las universidades de los Luna. Nada de eso es cierto, pero es inútil.

Y no quieren a Merino porque no lo han elegido sino que se ha entronizado mediante un “golpe de Estado”. Se argumenta que la vacancia es inconstitucional porque la incapacidad moral permanente es incapacidad mental, no moral. Y eso no es cierto tampoco: en los cuadernos de debate de la Constituyente del 70 se explica claramente que dicha incapacidad se refiere al carácter moral o ético del gobernante, y que es un juicio político. Pero vacar a un presidente relativamente popular puede ser visto como un atropello, como un golpe sociológico.

También es posible que lo que hemos creído que era la lucha contra la corrupción estos últimos años en realidad no era sino el revestimiento o la superficie de corrientes subterráneas mucho más fuertes, de una polarización social y política cuyo último capítulo comenzó con las elecciones del 2016 que dividieron irreconciliablemente a los poderes del Estado, siguió con la decapitación de PPK, luego con la prisión de Keiko Fujimori y el suicidio de Alan García —rivales políticos de Vizcarra—, seguidos de la disolución del Congreso.

Pudiendo concertar, Vizcarra optó por la confrontación desde el 28 de julio del 2018, quizá como una manera de eliminar fuentes de denuncia contra él. Y tuvo éxito, pero terminó también decapitado. Es la lógica de la revolución francesa, que suele acabar en un dictador.

No es casualidad que los líderes políticos y mediáticos que han acusado a la vacancia de ser un golpe de Estado y que están llamando irresponsablemente a la insurrección y a la desobediencia civil, sean los mismos que alentaron y apoyaron la disolución del Congreso pasado, la que sí tuvo claros visos de inconstitucionalidad.

Quizá sea una nueva manifestación de la división fujimorismo-antifujimorismo, o entre los valores tradicionales versus los valores post materialistas. Pero esos políticos también son oportunistas. Guzmán aprovecha para resucitar y Mendoza quisiera que esto se agravara hasta desembocar en una asamblea constituyente.

Lo que hay detrás de estas manifestaciones es el repudio a un sistema político disfuncional que produce confrontaciones y políticos incompetentes e irracionales, y no resuelve los problemas. En el fondo, la demanda es por una profunda reforma política.

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