Su popularidad se empinó como nunca, pero la prueba de que la disolución no fue un recurso para buscar gobernabilidad sino puro deporte populista, fue que no se interesó en tener mayoría en el nuevo Congreso. (Foto: GEC)
Su popularidad se empinó como nunca, pero la prueba de que la disolución no fue un recurso para buscar gobernabilidad sino puro deporte populista, fue que no se interesó en tener mayoría en el nuevo Congreso. (Foto: GEC)
Jaime de Althaus

Vemos en los medios cómo ahora periodistas y políticos desilusionados recitan de memoria el rosario de mentiras y traiciones de , pero aún no han aprendido a enunciar el reguero de engaños políticos que en su momento fueron aclamados por buena parte de la prensa y la opinión pública.

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Sería bueno recordarlo porque es importante aprender la lección de cómo un astuto populista político hizo creer a muchos que gestos de confrontación disfrazados de lucha anticorrupción y reforma institucional lograron domesticar y hasta eliminar controles horizontales y apalancar una popularidad entusiastamente animada por republicanos de solera.

Ello pese a que los signos del engaño fueron siempre muy visibles. Cuando Vizcarra asume la presidencia el 23 de marzo del 2018, tenía condiciones mucho más favorables que PPK para llegar a un acuerdo de gobernabilidad. Para comenzar, Fuerza Popular había perdido 14 parlamentarios y por lo tanto la mayoría absoluta. Luego perdería 8 congresistas más. Más importante aún, la renuncia forzada de Kuczynski había saciado el apetito de venganza de ; no había en ella animadversión hacia Vizcarra, y el ánimo en la bancada de FP era más constructivo y colaborador.

En lugar de aprovechar estas condiciones, el 28 de julio Vizcarra lanzó una declaratoria de guerra a la corrupción pero también al Congreso, sinónimo de corrupción, punzándolo con un referéndum en el que se consultaría, entre otras tres reformas, la no reelección de los congresistas. Era despacharlos, despedirlos. Lo que, de paso, delataba que su propósito no era la reforma institucional, puesto que la no reelección impedía la consolidación de partidos reales y de una clase política seria.

Su interés no era resolver los problemas del país, sino confrontar, acumular poder. Dos meses después, en octubre, Keiko Fujimori fue encerrada en prisión preventiva por 36 meses. Su bancada perdió más fuerza aun e incluso se dividió internamente. Pero los halcones cayeron en el juego demorando las reformas, de lo que aprovechó Vizcarra para pasar al ataque con cuestiones de confianza. Para el 28 de julio del 2019, FP –más allá de voceros estridentes y antipáticos– no representaba ningún obstáculo real a la gobernabilidad –de hecho, en los temas económicos siempre hubo acuerdo con el gobierno y nunca hubo censura de ministros–, y el presidente del Congreso, Pedro Olaechea, ofrecía en su discurso de asunción trabajar en un plan conjunto de reformas.

Sin embargo, Vizcarra sacó de la manga una supuesta “crisis política insoportable” generada por la oposición que lo llevaba a plantear el adelanto de elecciones. Fue ese planteamiento, más bien, lo que sí disparó una crisis política que preparó el terreno para la disolución del Congreso que, a su vez, se instrumentó con el argumento falaz e ilegal de una negación fáctica de la confianza a un acto que no le correspondía al Ejecutivo sino al Congreso: elegir a los miembros del TC.

Su popularidad se empinó como nunca, pero la prueba de que la disolución no fue un recurso para buscar gobernabilidad sino puro deporte populista, fue que no se interesó en tener mayoría en el nuevo Congreso. Y ya conocemos el resto.

Un rosario de engaños políticos, que muchos justificaron.

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