Thorne había ofrecido asistir al Congreso, por lo que no existía justificación para el apresuramiento, salvo querer ejercer más presión para forzar su renuncia. (Foto: Congreso)
Thorne había ofrecido asistir al Congreso, por lo que no existía justificación para el apresuramiento, salvo querer ejercer más presión para forzar su renuncia. (Foto: Congreso)
Erick Sablich Carpio

El último capítulo del enfrentamiento entre el Ejecutivo y la mayoría parlamentaria (de por sí una continuación de esa interminable pesadilla política para el gobierno llamada Chinchero) ha traído consigo, vaya novedad, un nuevo intercambio de epítetos y ataques entre ambos poderes del Estado.

Por un lado, el oficialismo ha criticado con acierto la manera prepotente mediante la cual el Congreso exigió el jueves pasado la presencia del ministro de Economía, , para que explicara su conversación con el (incomprensiblemente) aún contralor . Prepotente no porque faltasen razones suficientes para pedir explicaciones a Thorne, sino porque estaba previsto con antelación que acudiera al día siguiente a la Comisión de Fiscalización con ese fin.

El súbito llamado de Fuerza Popular, respaldado por sus viejos aliados del Apra y sus cada vez menos infrecuentes socios de Acción Popular y el Frente Amplio, representó un ejercicio abusivo de las prerrogativas parlamentarias y una bofetada a las formas (en general, no solo las democráticas). El ministro mismo había ofrecido asistir al Congreso, por lo que no existía justificación para el apresuramiento, salvo querer ejercer más presión para forzar su renuncia.

Otra demostración de fuerza –menos estridente pero igualmente arbitraria– vino a través de la mayor parte de las intervenciones de los legisladores de las citadas bancadas, quienes no tenían la menor intención de escuchar los descargos del titular del MEF, sino zarandearlo a punta de acusaciones sesgadas. El objetivo no pasaba por tratar de encontrar la verdad sobre el fondo, lo que descartaría la tesis del condicionamiento, sino por apabullarlo para anotarse puntos políticos.

Desde la otra orilla, sin embargo, no yerran Luis Galarreta ni Mauricio Mulder, voceros del fujimorismo y del aprismo, respectivamente, cuando endilgan al Ejecutivo una poco sutil vocación por la victimización. Lo cierto es que en el caso de Thorne –al igual que en el del ahora solamente vicepresidente Martín Vizcarra– las causas de la crisis política tienen su origen en la propia torpeza del gobierno y que este pudo haber puesto fin a la tormenta antes de que se iniciase con la renuncia de un ministro en serios aprietos políticos.

El Ejecutivo, sin embargo, parece más contento con poner en la columna de ‘víctimas’ de lo que el primer ministro Zavala ha llamado una oposición obstruccionista a Thorne, junto al ex ministro de Educación Jaime Saavedra y Vizcarra. De esta manera la oposición ‘abusiva’ cargaría con el costo político de la salida de uno de los ministros más importantes del régimen. Una idea (hablar de estrategia podría resultar un exceso de generosidad) no solo irresponsable en términos de intereses nacionales, sino cuestionable en cuanto a su efectividad por el mismo hecho de que en términos de percepción pública el audio pone a Thorne en una posición desfavorable.

Y porque, valgan verdades, posicionar al Ejecutivo como una víctima frente al Legislativo considerando los poderes que ostentan el presidente de la República y sus ministros no despierta simpatía alguna sino insatisfacción.

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