"En busca de emociones", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"En busca de emociones", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Acabo de buscar en mis enciclopedias Quillet, Salvat y Temática la definición de ‘felicidad’. Al igual que Google, todas estas fuentes hacen referencia a más o menos lo mismo: un estado de ánimo vinculado a la satisfacción, a las metas alcanzadas y logros obtenidos. Este es un concepto aristotélico. Para los epicúreos, la felicidad tiene que ver con los placeres físicos e intelectuales, y para los realistas, simplemente eres feliz cuando te adaptas a la realidad. Hace una semana, en una entrevista para un programa de televisión, vino la pregunta de rigor: ¿eres feliz? Mi respuesta fue ‘NO’. Breve silencio y vino la repregunta obligada: ¿Por qué? ¿Por qué si lo tienes todo? Nuevamente pequeño silencio, no reflexivo, sino más bien compasivo (el entrevistador me miraba con cara de ‘hay que mandar al psicólogo a este chico’). “No soy feliz porque sufro de insatisfacción crónica, busco emociones todo el tiempo, soy el candidato ideal para todas las adicciones, nada me gusta, me aburro de todo. Como dicen los argentinos, no hay poronga que me venga bien”. 

Hace algunos años, uno de los tantos psicólogos que he visitado me definió como un cazador de estímulos. Sin importar el riesgo, donde hubiera una emoción intensa ahí estaba yo, queriendo sentir. ¿Sabes cómo reacciona mi cuerpo cuando me enfrento a algo nuevo? Aquí va: me hierve la sangre, se me dilatan las pupilas, me laten las venas, sudo, me siento un superhéroe todopoderoso y después, cuando el estímulo pasa, me entra una tembladera espantosa. Me encanta y por eso vuelvo a buscar nuevamente la misma experiencia, pero lamentablemente nunca será como la primera vez. Dicho esto frente al psicólogo, me enviaron directo y sin escalas al psiquiatra para que me medicara, pues son síntomas muy parecidos al consumo de cocaína. Obviamente, fui a la cita solo para tener el placer de escuchar lo que me decían y la recetita con todas la pepitas anticonvulsionantes terminó en el tacho de basura. Recuerdo el final de la cita, cuando le dije al loquero que no estaba dispuesto a tomar ni media pastilla: “Pero, Carlos, ¿tú crees que se puede ser feliz así?”. “Sí, doctor, se puede y mucho, solo que dura muy poco y necesito más”. 

La felicidad va en paralelo con la infelicidad, una depende de la otra; no reconoces la primera sin haber transitado por la segunda. La felicidad no es permanente porque, si así lo fuera, estaríamos hablando de un momento único en la vida que se quedó congelado en nuestro cerebro, con lo cual los siguientes impactos o experiencias quedarían completamente anulados. La felicidad no es tenerlo todo: cómo hacer para obtener lo deseado, ese es el camino a la felicidad. Lamentablemente la ruta es larga, jodida y dolorosa. Mientras más brava, el premio llamado felicidad será mayor, pero lamento comunicarte que tarde o temprano se acabará y volverás a ser el mismo infeliz de siempre. 

En estos momentos, a la mitad de mi existencia (siendo optimistas, claro) he obtenido la felicidad según los cánones de la sociedad: familia, hijos, trabajo. Sin ser malagradecido con la vida, tengo que decir que con eso no me alcanza, ya no me alcanza con lo que tengo y quiero cosas nuevas. Mi cerebro está sediento de oxitocina constante y permanente, dosis que ya no la estoy encontrando en logros personales. 

Mi nueva droga está en el aporte a los demás, en qué puedo dejar, ya es momento de dar, sembrar. No más pupilas ditadas ni sudoración por estímulos exclusivos para mí. Me estoy dando cuenta de que ahora lo que me va a hacer feliz es estimular a los demás. A eso voy, para ello me preparo, para dar en vez de recibir. Quién sabe, a lo mejor así soy un poco menos infeliz. 

Esta columna fue publicada el 17 de marzo del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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