"Con el corazón de Peredo", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Con el corazón de Peredo", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Es lunes 19 y acabo de enterarme de la muerte de Daniel Peredo. Me lo ha contado un amigo por WhatsApp. Un infarto. Apenas lo creo. Comparto la noticia enseguida con una, dos, tres personas. Nadie acepta que sea cierto, tanto así que por varios minutos seguimos refiriéndonos a él en tiempo presente, sin dejar de asombrarnos por la secuencia de crueles ironías: que haya muerto jugando al fútbol, pero sobre todo que haya muerto en el año del Mundial, a tan pocos meses de Rusia, donde Daniel, es decir su voz, como todos esperábamos, como tocaba por derecho propio, sería protagonista de la campaña de Perú. 

Abandono el local donde me encuentro y camino por las calles de Madrid sumido en el frío y en las canciones que bota el iPod. Reviso comentarios en Twitter que no hacen sino atizar la pena, la sorpresa, la rabia. Cruzo una avenida, bajo las escaleras de una estación del Metro, veo en el tren a la gente concentrada en sus cosas, me diluyo en la multitud, pero no dejo de pensar en Daniel, en su edad, en la mía, en las veces que conversamos en un estadio, un set, una cabina, en las tardes que coincidimos en la cancha de la AELU de Pueblo Libre. Pienso en él y en que la vida es un rato solamente; en que la existencia es de una fragilidad aplastante de la que nunca somos plenamente conscientes hasta que viene la muerte a recordárnoslo con violencia; en la chocante sensación de injusticia que rodea la desaparición abrupta de alguien que no hizo más que superarse a sí mismo para conseguir un sueño que no podrá cumplir, y que además lo hizo en público, con decencia, con amor por su oficio, sin malas artes, valores que hoy no parecen apreciarse demasiado.  

Si algo tenemos que agradecerle a Peredo los peruanos no son solamente sus entrañables contribuciones retóricas –frases y muletillas que el hincha pelotero trasladaba con naturalidad de la pantalla a la pichanga–, sino el haber configurado un personaje sin antecedentes. Porque Peredo no se inscribió en ninguna tradición, sino que se atrevió a fundar un estilo, a generar escuela, a ser distinto en un medio acostumbrado a premiar la mediocridad y la producción en serie. Antes de él reporteros, relatores, conductores y comentaristas, al menos los agudos, eran entidades autónomas. En Daniel coincidían todos esos personajes. Poseía el olfato astuto que le dio la reportería de años en prensa escrita; el don de una narración emotiva, desprovista de afectaciones; y el análisis de quien había aprendido, escuchando a los mejores, a descifrar lo que ocurre debajo de la epidermis de un partido de fútbol. A eso le sumó memoria, barrio, ironía, velocidad, noción de vestuario. Por eso los partidos de Perú eran mejores si los narraba Peredo. Por eso todos queríamos que sus predicciones fueran ciertas cuando le anunciaba a Quiroga, Maestri o Pedro García “un gol más va a haber”. Por eso nadie olvidará jamás el gol de Perú a Argentina el 10 de setiembre de 2008 en el arco sur del Estadio Monumental; no solo porque fue un empate en el último segundo del partido contra el equipo de Messi, sino por su conmovedora narración. Buena parte del cariño que el ‘Loco’ Vargas pueda despertar aún entre la afición quizá se deba a las más de trece veces que Peredo lo mencionó esa noche desgañitándose la garganta y al inolvidable colofón celebratorio que arrancaba diciendo aquello de “con el corazón de Vargas, con los huevos de Vargas, con el empuje de Vargas, con el pundonor de Vargas…”.

Qué difícil encajar tu muerte, Daniel. Qué difícil encontrarle sentido, trasfondo, lecciones. Con tu ausencia perdemos todos y ahora sí que no merecíamos perder. Ver los partidos de la selección nunca volverá a ser lo mismo. 

Esta columna fue publicada el 24 de febrero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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