"No voy a decirte adiós", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"No voy a decirte adiós", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Dejo Lima. Es decir, vuelvo a dejarla pues ya nos habíamos distanciado antes. Me marcho a España en unos días más, pero regresaré en marzo por dos meses, al cabo de los cuales volveré a dejar Lima otra vez. La nuestra es una relación tirante: la dejo pero no la dejo. O la quiero dejar pero no del todo. Tampoco dejo que ella me deje. De tanto en tanto me las arreglo para reaparecer porque no quiero que se olvide de mí. Nos tratamos como novios que se aman, que no quieren decirse adiós pero que al final se separan porque creen que es lo mejor, lo ‘sano’, lo ‘correcto’, lo que ‘toca’, pero pasado un tiempo se arrepienten, se buscan y se dan cuenta de que no pueden vivir el uno sin el otro. Quizá deberíamos cortar nuestro vínculo de raíz Lima y yo, pero no podemos: esto es más fuerte que nosotros.  

Conozco gente que la dejó en serio, que un día tomó un avión, hizo su vida en otra parte y no sintió más la necesidad de retornar. Conozco a otros que volvieron pero de visita, de paso, sin riesgo de nostalgia o con una nostalgia efímera. Yo no he podido.  

Esta vez vine por tres meses creyendo que Lima ya no me generaba esa pulsión que, es evidente, aún me genera. (Quisiera que no despierte en mí esta melancolía sucia pero mientras escribo esa línea abrigo la esperanza de que esa sucia melancolía nunca desaparezca de mí).  

En este lapso vivir aquí, es decir volver a vivir, ha sido como trepar el vagón frontal del tren de una montaña rusa, pero no de cualquiera, claramente no la montaña rusa bebé del Fantasy World de la avenida Canadá con la que mi generación aprendió a sentir un vértigo de utilería, sino otra, una gigante, una terrorífica, una montaña rusa de verdad, como la Millennium Force norteamericana, que corre a 140 kilómetros por hora a más de 80 metros de altura o la Thunder Dolphin japonesa, que vuela a 150 alejándose 90 metros de la superficie. Una adrenalina parecida he sentido con el impacto de los eventos que se han sucedido, uno tras otro, entre noviembre y enero. Clasificamos al Mundial, perdimos a Paolo, recuperamos a Paolo, casi vacan al presidente, indultaron a Fujimori, tembló Arequipa, quemaron al Cristo de Chorrillos, murió Polo Campos, llegó el Papa. No sé quién es el autor de la frase “en el Perú pasa en 10 días lo que en otros países pasa en 10 años”, pero al paso desbocado que vamos tendremos que sustituir ‘días’ por ‘minutos’.  

Es interesante ver cómo los eventos que sacuden el ambiente penetran en el inconsciente de los ciudadanos e incluso definen, de un modo disimulado, el tipo de discursos que elaboran y la clase de vínculos que establecen. Si en el contexto hay desorden, caos, informalidad, algo de ese desbarajuste se cuela en las dinámicas privadas. La violencia, la impunidad, la corrupción llueven a cántaros y, como toda lluvia copiosa, se cuelan, horadan, calan. Muchas veces la forma en que nos amamos u odiamos es un eco, una resonancia de las luchas, fobias y conflictos que se dan a diario en la esfera pública.  

Dejo Lima sintiendo eso: que los sujetos de a pie nos hemos vuelto una reproducción a escala de los malos dirigentes del país. Críticos venenosos, francotiradores irresponsables, abrazamos posturas con menos convicción que rabia, segurísimos de que nuestras ideas deben imponerse, sin considerar que muchas de ellas quizá lleven largo tiempo haciendo agua. La urgencia por atacar al otro ha vuelto secundaria (y, lo más triste, ingenua) la necesidad de construir juntos algo medianamente positivo.  

Con estos pensamientos abandono Lima una vez más. La dejo y ella se deja dejar, que es una forma cauta de reclamar que vuelva. Nos vamos a extrañar pero nos forzamos a callarlo. Igual que las parejas que saben que están destinadas a reencontrarse. 

Esta columna fue publicada el 27 de enero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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