Carta a papá, por Carlos Galdós.
Carta a papá, por Carlos Galdós.
Carlos Galdós

Te escribo estas líneas desde la emoción más sabia que me puede acompañar: la tristeza. A mí esta fecha me pone triste. Antes me ponía furioso. Hoy ya no y seguro es por eso que te escribo. Quiero contarte que si en el pasado te odiaba con todas mis fuerzas, ahora ese sentimiento se ha ido transformando hasta llegar al agradecimiento. He aprendido a acurrucarme en mi pena; la escucho. Si me provoca llorar, ya no me hago el machito y simplemente permito que se me mojen las mejillas porque eso me da paz. Han sido muchos los años disfrazando la pena de sarcasmo, aparentando que a mí nada me duele y era mentira. Hay muchas cosas que me duelen, entre ellas tu negación. Desde el abandono he crecido con miedo, mucho miedo, y también inseguro. No me estoy quejando, tampoco te estoy enrostrando algo; simplemente estoy describiendo lo que a mí me ha tocado. Esta carta no es para pedirte que me quieras, porque 43 años después ya sé que eso no va a ocurrir jamás. Y tampoco lo quiero. Mi lucha más bien ha sido honrar a mi mamá, porque tú bien sabes que no es verdad lo que dices y cuentas. Así que por eso tomé la decisión de legalmente llevarte a cumplir con la obligación moral que has evadido todo este tiempo. ¿Y qué pasó? Gané. Gané y no fui feliz, gané en el papel, pero no en mi corazón, porque todavía no te había perdonado. Seguía deseándote lo peor, con esa sensación de ahogo entre la garganta y el corazón que durante años me ha acompañado. 

Vengo trabajando desde los 20 años con este fuego que me ha costado muy caro en algunos aspectos de mi vida. Hasta que me rendí ante la razón y le di paso a mi corazón, que es desde donde he decidido vivir. Y aunque no lo creas, ahí he encontrado agradecimiento hacia ti. Gracias por darme la vida, gracias por negarme una y otra vez, gracias por el abandono; te lo agradezco de todo corazón, feliz, porque si no hubiera sido así, yo no sería el hombre que hoy soy. Y no hablo desde lo material o profesional, hablo desde la mirada que tengo de la vida, la forma cómo llevo la vida con mis hijos, mi familia. Gracias porque me has enseñado a cuidar de mí. Yo solito he aprendido a abrazarme, a acariciarme cuando algo me pone triste; me enseñaste que en el mundo solo necesito de mí para ser feliz. Las demás son circunstancias que me acompañarán toda mi vida y no me tengo que escapar de ellas; todo lo contrario, más bien las abrazo y las integro a mí, pero no me dominan ni me desbordan más. El maestro más grande que he tenido eres tú y por eso gracias también. ¿La lección fue dura? Hum, no lo sé. Fue mi lección y punto, no la califico, es mía y para mí. Y menos mal que la tomé. 

Alfredo Washington Galdós Jiménez, papá: yo te perdono, te perdono de corazón, desde el fondo, desde la médula. Te perdono entendiendo además que es muy probable que no tengas las herramientas necesarias para pararte en responsabilidad y hacerte cargo de tus actos. Te perdono porque ya me harté de ser esclavo de mi odio por ti. Te perdono porque hace rato que he decidido ser libre. Te perdono por mí y mis hijos y mi familia y mi sistema familiar, que es sagrado. Te perdono por estas líneas porque ya me cansé de buscar acercarme a ti para hacerlo cara a cara. Pero si tú no quieres, yo nada puedo hacer. Sé libre; ya no te llevo como carga pesada en mi espalda. Y así como te perdono, también te pido perdón por todo el odio que te he tenido. Soy un hombre amoroso, sensible, vulnerable, ese es mi contrato con la vida, con mi vida. Gracias, papá.

Esta columna fue publicada el 16 de junio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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