Lorena Salmón

Durante toda la semana he estado pendiente, como la mayoría, del desarrollo de la noticia del choque en la avenida Javier Prado. Nos sorprende, conmueve, despierta, indigna porque lo hemos podido ver, una y otra vez, con nuestros propios ojos y por video. Hemos podido ver cómo esas vidas, la vida en general, se va en un instante. Cómo, ante lo fortuito, nada.

Los terriblemente infortunados que se encontraban en esa esquina cuando la conductora perdió el control de su auto solo tuvieron tiempo de voltear a mirar lo que se les estaba viniendo encima. Fueron segundos. No hubo chance de escapar, correr, salvarse del impacto.

Es duro de ver. Durísimo.

Porque esos jóvenes del video eran hijos, padres, ingenieros con sueños por delante. Porque pudimos haber sido nosotros, pudo haber sido cualquiera.

Es duro de ver por la negligencia de la conductora, el pésimo diseño de muestras calles, la intolerancia violenta del parque automotor.

Sinceramente, no creo que la conductora esa mañana fatídica se haya levantado con la idea de atropellar a nadie. Eso lo tenemos claro, tendría que ser una verdadera psicópata.

Por eso, creo que todos los que se han sumado a la campaña de destruirla virtualmente compartiendo su biografía y su árbol genealógico, comparándola con otros casos e insultándola tienen que saber que su negligencia tiene consecuencias, esperamos correspondientes a su delito, pero no una intención perturbadora.

Todas las irregularidades de cómo se ha llevado el caso tienen un culpable: el sistema operado por el bolsillo. En pocas palabras: en este país el hijo del papi rico, de apellido o influyente, tiene más que suerte.

Por eso, desde nuestra tribuna está bien sumarnos a la voz de protesta y denuncia frente a lo que ya no se tolera más: la impunidad. Pero desde nuestra tribuna y más bien desde nuestro lugar, podemos hacer también lo evidente y esperable: cuando subamos a un carro, ser conscientes de que nuestra atención tiene que estar puesta completamente en la acción de manejar. No escribir por WhatsApp ni compartir memes; por amor de Dios, dejemos el celular tranquilo. Tampoco podemos estar maquillándonos, depilándonos las cejas, llenando crucigramas o viendo Netflix. Da risa, pero ya nada sorprende.

Además, tengamos en cuenta lo evidente:

1. Respetar al peatón y lo que le concierne. El otro día estaba cruzando por el paso de cebra, cuando una señora en su camioneta Audi pretendió ganarme en velocidad y que yo frenara el paso. Cuando le increpé me mandó a Saturno: “¿Acaso no ves que estoy pasando con mi carrazo?”. Es pésimo y, además, es incoherente que los conductores esperemos que el peatón corra por su vida. Demos pase siempre.

2. Si quiero pasarme a otro carril, evitar el vandalismo. Existen las luces direccionales, que se crearon con el propósito cívico de indicarles a los demás que queremos ir a hacia la derecha o hacia la izquierda. De no tenerlas con nosotros, debemos usar nuestras extremidades superiores con el mismo fin. Existe también la cordura y no podemos pretender meter nuestro carro hasta conseguir que el otro, por miedo al choque inminente, termine cediéndonos el paso. Y aunque resulte evidente decirlo: queda terminantemente prohibido chocar al del costado para ganarle el espacio; no estamos jugando Mario Kart.

3. Reaprender: la luz verde es para avanzar, la luz ámbar para comenzar a detenernos y la luz roja para quedarnos quietos, inmóviles. Es impresionante la cantidad de carros que veo pasarse olímpicamente la luz roja. Sin vergüenza, sin asco, sin nada.

4. No meternos en contra: créanme, todos queremos llegar a nuestro destino, todos estamos apurados. Eso no nos da derecho a literalmente hacer lo que nos dé la pinche gana.

5. Ir a la velocidad adecuada. No hacerlo puede traer consecuencias de vida o muerte.

Sí, el transporte público corrompe a cualquiera; sí, el parque automotor colapsa, pero el cambio empieza siempre en uno.

En uno. //

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