Así que esto era la felicidad. Sin agua, sufrientes y sucios pero dignos. Qué extraño placer lo de acostumbrarse a la posibilidad del triunfo. Y entenderlo no como la egoísta conquista personal, sino como la concreción de un proyecto en común. Majestuoso el manejo del tiempo en ataque de Paolo Guerrero, esperando la llegada de sus compañeros para anotar juntos. Esto es lo que ha cambiado Gareca. Milonga, la de Pizarro.
La victoria cambia todo. Y, si no lo cambia, lo mejora. La línea de Saturno, esa nueva expresión de poética deportiva, supuestamente es el destino que todos llevamos impreso en la palma de la mano. Y cuando algo tiene que suceder no existe fuerza que lo distraiga de su cumplimiento. Es lo que pasó con una canción de motivación futbolera escrita en diez minutos sobre una servilleta del Centro de Lima hace más de cuarenta años. Cuando aún faltaba más de una década para que naciera Pedro Gallese.
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Una tarde lenta de hace algunos años, cuando aún no clasificábamos a Rusia y seguíamos arrastrando la maldición copera, se me avisó que el señor Polo me buscaba abajo. ¿Quién es el señor Polo?, pregunté. Augusto Polo Campos del Perú, fue la respuesta.
Jamás había intercambiado palabra con el compositor, no tenía ninguna reunión pendiente ni programada con él. Obviamente se le hizo pasar inmediatamente. Era como si José Olaya hubiera llegado a tomar lonche.
Don Augusto caminaba lento. Evidenciaba cierto temblor. Su cabello, no mucho, estaba a medio camino del tinte de rigor que los señores antiguos de Lima solían hacerse a manera de coqueta inmortalidad. Vestía una camiseta blanca sobre la cual llevaba un buzo de color rojo bandera. Era un pabellón peruano andante, trémulo de emoción.
No parecía tener ningún tema de interés en especial. Divagó durante un rato acerca de cómo estaba descubriendo que tenía el poder de obrar milagros. (A alguien cercano le había detenido una tos con solo desearlo). Mi nuevo nombre será Augusto Polo Santos, afirmaba con un entusiasmo del que no estaba del todo convencido.
En un momento se quedó congelado en un silencio que pareció eterno. Miraba al vacío a través de la ventana que daba a la Plaza de Armas. ¿Don Augusto?, pregunté, ¿todo bien?
Levantó un dedo que en su oscilación abarcaba toda la esquina norte de Palacio de Gobierno: indicaba una pileta anodina, una de las tantas huellas de insipidez personal con la que un exacalde de Lima, hoy con impedimento de salida, marcó su paso por la sufrida historia de la ciudad.
Pero lo que Polo Campos señalaba era el pasado. Cuando en ese lugar existía una escultura ecuestre que podía ser tanto de Francisco Pizarro como de Hernán Cortés, según a qué país se lo vendiera el escultor extranjero que hizo un negocio binacional. Eso nos falta, decía crípticamente el músico, amor a la camiseta.
Frente a ese monumento, en el primer piso del edificio Pizarro, quedaba antes la cafetería Haití. Hasta una de sus mesas llegó Polo Campos un día a finales de los setenta luego de bajar presuroso de otro piso de ese mismo edificio, de la Oficina Nacional de Informaciones. El centro de control, censura y propaganda del gobierno militar.
Polo Campos había salido volando de esa reunión con generales y expertos en sicosociales, pues él mismo había planteado un reto: componer en menos de 15 minutos una canción que uniera al pueblo en torno a la selección de fútbol que iba a competir en el Mundial de Argentina 78. Sobre la política, la pelota en manos de la Blanquirroja. Polo Campos cogió una servilleta del Haití. Levantó la mirada, vio la grupa del caballo de Pizarro o de Cortés, vio el balcón de Palacio, vio la pompa arzobispal, vio la pileta sempiterna, las torres de la catedral de las que alguna vez colgaron rebeldes, vio el cielo gris, gris, gris de Lima, y empezó a escribir:
Cuando despiertan mis ojos y veo…
El resto es historia. Que tuvo derrotas, sueños, humo y, hoy, los dos pies en el Maracaná. La canción sigue sonando. Hay que cantarla fuerte todos los domingos.