(Foto: iStock)
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Jaime Bedoya

Podría decirse que se trataba de una reunión de trabajo. Era en un parque y ambos vestíamos buzos pijamas. Compartíamos el aspecto aceptablemente desaliñado para una catástrofe, establecido por la falta de coherencia existencial que la estética del buzo impone. Y qué diablos. Éramos sobrevivientes camino a la edad vulnerable, no modelos del buen vestir pre cuidados intensivos.

Nos conocíamos hace casi tres décadas. El siempre había destacado por su estilo tradicional (yo no tanto). Estas contradicciones llevadas civilizadamente son las que suelen forjar amistades duraderas. Su trayectoria es la de un profesional competente y además siempre educado, lo cual nunca deja de ser una rareza, cuando no un oxímoron. En lo que la mascarilla dejaba reconocer de sus facciones me pareció ver un importante avance de canas y marcas de expresión como señal visible del envejecimiento intensivo al que estamos sometidos. La impresión tiene que haber sido recíproca. Y qué diablos.

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La mejor manera de conversar lo que teníamos que hablar era caminando alrededor de un parque. Deportistas temerosos nos evitaban al pasar, los perros nos ignoraban disfrutando esos jardines recuperados a los niños. La privacidad existía. Ya sabía lo que me iba a decir, en Lima un secreto es tan común como un unicornio: se había quedado intempestivamente sin trabajo. Sin seguro, sin certeza, sin ese respaldo que puede ser grillete y salvavidas a la vez, la quincena. No había miedo en su mirada. Había incertidumbre.

Antes de esta conversación su red de amigos ya se había puesto a trabajar. Haciendo llamadas, buscando posibilidades, recurriendo a ese contacto clave que puede ser el primer dominó en generar una respuesta virtuosa en cadena. Más que hacer un favor era acercarse a una manera de hacer justicia: un virus no puede salirse con la suya ante gente competente y correcta. Ante nadie, en realidad, así se acerquen a la excepción caso como el de Miguel Bosé y la congresista Cecilia García.

Como casualidad, gracias al insomnio que ofrece el confinamiento, acababa de actualizar mi página en Linkedin. Lo hice con el mismo entusiasmo con el que se cambia un foco. Era un cambio extemporáneo para actualizar una responsabilidad asumida el año pasado, cuando éramos felices sin saberlo.

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La reacción fue inmediata, atribuible al encierro que nos hacer creer que lo que sucede frente a una pantalla es la vida. Empezaron a llegar una multitud de mensajes recurrentes celebrando el avance profesional en tiempos tan difíciles, que es la palmadita digital en la espalda que suele incitar Linkedin. No tuve el corazón ni el tiempo para explicar que eso había sucedido en otra vida, hacía meses. Porque en la de ahora todos estábamos atollados en lo mismo. Como dice Maxwell Smart, el éxito es un malentendido.

Los que ameritan los aplausos ahora son los que no se rinden ante el traspiés. Que además no es responsabilidad suya sino de un virus. Son los que para no dejar desamparadas a sus familias hacen lo que se tenga que hacer. Y a mucha honra.

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Son ellos los que merecen admiración en estos momentos. Admiración, respeto y solidaridad. Los que aún tenemos la fortuna de conservar un empleo bien haríamos en evitar quejarnos por insignificancias que nos retratan como perfectos imbéciles. Eso suena a insulto para quien acaba de perder el trabajo.

Y haríamos mejor en llevar a la práctica esa hermandad necesaria que respira bajo el agua y que no arde cuando todo se quema. El poeta Jorge Guillén lo dijo clarito:

- Amigos. Nada más. El resto es selva. //

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