Carta a Javier, mi papá, por Lorena Salmón. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos
Carta a Javier, mi papá, por Lorena Salmón. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos
Lorena Salmón

Para quienes no conocen sobre nuestra historia, llegaste a mi vida cuando estaba en la peor de mis crisis: había tenido un hijo sola; vivía en la casa de mis padres; acababa de encontrar un trabajo establecido haciendo algo que no me gustaba hacer pero que tenía que hacer para poder sobrevivir; tomaba ansiolíticos porque la ansiedad me sobrepasaba; me sentía triste, llena de miedo y prefería estar en casa viendo televisión.

Nunca me voy a olvidar de cuando Chiara –amiga, te debo la vida–, en uno de sus tantos intentos para ayudarme en mi infinita tristeza, me dijo para vernos, porque tenía un amigo que estaba triste, que acababa de terminar una larga relación.

No fue amor a primera vista. Ni siquiera nos gustamos tanto. Aunque halagaste mi vestido y me preguntaste si así de arreglada iba a trabajar. Ja.

Fuimos a esta fiesta hipster con proyecciones audiovisuales en las paredes y yo solo quería irme a casa porque me sentía angustiada y sin poder respirar con calma.

Accediste a jalarme de regreso, petición que ni siquiera hice yo (gracias, Chiara, de nuevo) y todo cambió.

La noche se pasó volando entre conversaciones donde nos autopresentamos sin filtro: te lo conté todo y tú hiciste un resumen de tu vida, muy divertido. Tomamos cerveza y caminamos pegados en el parque donde creciste y donde me quisiste dar la mano que esquivé tímidamente (siempre he sido de no tener reparo en demostrar afecto genuino inmediato). Me dejaste de madrugada (algo que jamás pasa conmigo porque soy la primera en abandonar cualquier fiesta) y al bajar de tu carro no me pediste ningún número de contacto.

Estuve todo el domingo pensando en ti. Supe ese día que eras especial, así que busqué tu número en la guía, te encontré, te llamé, dejé mensaje en la contestadora y me acosté muriendo de ansiedad, pensando si algún día me escucharías.

A la mañana siguiente, me empoderé, pedí tu correo y decidí enviarte lo siguiente:

“El día: ¿habría habido alguna diferencia?

El escenario: una fiesta llena de extraños.

Los inusuales: dos piscinas, un piloto relajado que se metió en contra frente a la comisaría, una redada, caminar por un bosque.

Las señales: te las digo en persona.

Los silencios: cómodos.

Los protagonistas: no pararon de hablarse.

Mi mensaje: te llamé ayer pero insisto en versión epistolar.

Mi propuesta: ¿nos tomamos un café?”.

Ese día me contestaste exactamente con el mismo juego –ese correo me lo guardo– y me cautivaste.

Nos tomamos un café, nos besamos y yo supe que había encontrado al amor de mi vida.

Recuerdo haberte presentado a Horacio poquitos días después, en almuerzo formal:

Horacio no tenía ni dos años cuando te conoció y te convertiste en su amigo favorito, su compañero de juegos, su figura paterna, su autoridad, su papá.

No tardamos mucho en crecer como familia. Antonia llegó para consolidarnos como padres, aunque tú pareces haber llegado con manual.

Han pasado de eso 12 años de avanzar, tropezarnos, seguir avanzado, construir.

He tenido suerte. Sí. De haberte encontrado y que por razones sin resolver me hayas visto, recogido en pedacitos, con hijo incluido, me hayas dado el amor suficiente y la confianza para volver a creer en mí, me hayas impulsado siempre a creer y a crecer de la mano contigo.

Gracias por todo, compañero. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC