Hace unos días fui a ver As Bestas, catalogada por varios críticos como la mejor película española del 2022. Dirigida por el madrileño Rodrigo Sorogoyen e inspirada en un dramático hecho real, narra la tenaz pugna territorial entre dos familias vecinas de una aldea en Galicia. Una de las familias está conformada por una pareja francesa que lleva pocos años instalada en el pueblo: ambos son profesionales, son padres, han viajado, tienen un conocimiento más vasto de cómo funciona el mundo, y están decididos a construir refugios ecológicos en su parcela. Los otros, dos hermanos solterones que viven con su madre, nunca han traspuesto los bordes de esa comarca rural, están hartos de las estrecheces de la vida del campo y ahora solo piensan en vender el territorio entero a una empresa extranjera de molinos eólicos. Los franceses se oponen a la venta, piensan que la empresa pagará muy por debajo del coste real de esas tierras. Para los gallegos, se trata de su única oportunidad de salir por fin de la pobreza. Los deseos de un lado atentan directamente contra las urgencias del otro. La disputa geográfica va adquiriendo cada vez más y más tensión hasta hacer inevitable el enfrentamiento físico.
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Siendo peruano, es muy difícil ver As Bestas y no encontrar en ella una metáfora de la relación tan avinagrada que hoy existe entre el Gobierno central y las regiones que desde hace un mes se encuentran bajo vigilancia policial. Esos compatriotas, en el fondo, son también vecinos con serias controversias respecto de qué hacer con el suelo (el país) que comparten. Buena parte de los peruanos de Puno, Juliaca o Cusco bregan desde hace semanas por cerrar el Congreso, ir a elecciones cuanto antes, reescribir la Constitución y refundar un proyecto nacional en el que tengan representación visible. En paralelo, el Gobierno central busca capear el temporal de la mano de un Congreso infestado de zombis angurrientos únicamente interesados en retrasar lo más posible la hora de su entierro político.
Aunque parezca, no estamos ante un pleito coyuntural que pudiera solucionarse con una maratón de sesiones del Acuerdo Nacional, renuncias masivas o una bienintencionada cadena de oración del Episcopado. Estamos ante un asunto más intrincado. Al igual que en la película de Sorogoyen, aquí asistimos a un choque cultural que supone la colisión irremediable de dos perspectivas del país diametralmente distintas, visiones que llevan décadas, acaso siglos, sin poder reconciliarse.
En As Bestas, los vecinos franceses y gallegos tratan de deponer sus prejuicios étnicos, intentan negociar, entenderse, encontrar una salida que les ahorre llegar a la barbarie. No lo consiguen. La discordia se impone y, como previsible consecuencia, la vida de más de uno se ve despedazada.
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En la crisis peruana, el reclamo de los protestantes ha sido eclipsado por turbas delincuenciales y criminales que la policía, mal entrenada y equipada, no ha podido controlar de otro modo que no sea disparando a mansalva. La diferencia es que As Bestas es una ficción y su auditorio no puede hacer otra cosa que mirar la pantalla sin poder alterar la trama. En el Perú, en cambio, toca intervenir, actuar, jugar un rol. A quienes no somos funcionarios ni estamos inmersos directamente en las protestas nos corresponde aportar análisis que estén a la altura de la complejidad de un panorama tan espinoso. Es absurdo, y simplista, tratar de explicar el caos maniqueamente, reduciendo el problema a una confrontación entre buenos y malos, “terrucos” y “dictadores”, víctimas y verdugos. Los negligentes autores de esas narrativas divorciadas de la realidad acaban remedando a los sectores políticos que en los últimos años convirtieron términos tan peligrosos como “vacancia”, “disolución”, “destitución” o “golpe” en expresiones de uso corriente que viajaban de boca en boca, de chat en chat, de red en red.
Una cosa es llamar a las cosas por su nombre; otra, alterar esos nombres por cuestiones de agenda o de postura ideológica. Los largos meses que restan hasta las nuevas elecciones generales exigirán de nuestra parte toda la mesura de la que adolecen autoridades y radicales. Nunca como hoy se ha vuelto imprescindible elegir con cuidado las palabras. Tal vez sean las últimas armas no letales que nos quedan. //