Díselo hoy, por Carlos Galdós. (Ilustración: Nadia Santos)
Díselo hoy, por Carlos Galdós. (Ilustración: Nadia Santos)
Carlos Galdós

Hace 15 días, cuando me enteré de que Julio Hevia estaba en la clínica, nunca me pasó por la cabeza el desenlace al cual hemos respondido con infinitas condolencias todos quienes lo conocimos. Hace 15 días quise dedicarle esta página para contarle a Julio lo mucho que lo admiraba. Hace 10 días nuevamente tuve la opción de escribir en esta misma página lo que me seguía dando vueltas en la cabeza sobre Julio, y hasta imaginé que sería reconfortante para él leerlo y, quién sabe, tal vez podría sonreír a partir de mis líneas. Hace 10 días me quedé sin Julio y sin la oportunidad de decirle cuánto lo apreciaba. Peor aún, me di cuenta de que una vez más en mi vida no decía las cosas a tiempo. Me suelo guardar lo que siento por quienes amo, aprecio, estimo, quiero. Me he acostumbrado al “ya después se lo diré” o el “para qué se lo voy a decir, si seguro ya lo sabe o lo siente”. Y así, suponiendo, infiriendo, sospechando, creyendo, imaginando, me paso la vida y pasan por mi vida personas importantes a las que nunca les digo lo que siento, con las que nunca me disculpo por algo que después me di cuenta de que no estuvo bien o simplemente jamás les agradezco por lo que hacen por mí o lo que me enseñan. 

A mediados de los 90, ya había escuchado en más de una oportunidad a un par de amigos que estudiaban en la U de Lima sobre un profe que llegaba al salón y al que todo el alumnado quería escuchar. A diferencia de las clases de otros catedráticos, la de Hevia siempre reventaba y había que llegar con unos cuantos minutos de anticipación para encontrar carpeta. Les pedí a mis patas que me llevaran a su universidad y vieran la manera de –primero– burlar la seguridad del recinto académico y –segundo– entrar al salón, conseguir una carpeta vacía y que nadie me hiciera roche por ser un intruso. La clase de la cual fui testigo me pareció simplemente alucinante. Vi a un profesor que validaba todas y cada una de las opiniones de sus pupilos, les inyectaba sed de opinión, los hacía cuestionar el sistema, contradecía las teorías establecidas y nunca le hacía roche a nadie. Desde la última fila envidié a los que recibían esa cátedra dos veces a la semana. Terminada esa hora se terminó mi aventura y, patitas para que te quiero, salí coheteado de la universidad antes de que me descubrieran como infiltrado. 

En el año 2007 me presenté como comediante en el ZUM de la Universidad de Lima. Esta vez entraba por la puerta grande, con seguridad, un sitio reservado en la cochera exclusivamente para mí y un auditorio completamente lleno con ganas de verme y escucharme. Mientras entraba a la universidad recuerdo haberle contado a mi representante la historia anterior. “Mira tú, hace 14 años estaba aquí pero de zampón, y ahora soy el invitado estrella... La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay, Dios”. Grata fue mi sorpresa al pedir sobre el escenario que encendieran las luces del auditorio y reconocer en segunda fila lateral izquierda al mismísimo Julio Hevia. No dejé de buscar su mirada después de cada momento del show. Se quedó hasta el final. Esa noche fui feliz. 

Hace un año, cuando ingrese a Radio Capital asumiendo la mañana informativa de 6 a 10 de la mañana, lo primero que hice fue pedirle al productor periodístico que invitara a Julio Hevia cada 15 días para que tuviera un bloque de análisis de coyuntura; qué mejor que la visión que solo él tenía desde el psicoanálisis y la sociología. Esos son los placeres que desde mi trabajo me puedo dar de vez en cuando. Y así, cada 15 días, nos veíamos y conversábamos al aire. Para mí era como ponerme al día de todas esas clases que nunca pude tener con él por no estudiar en esa universidad. El bloque radial que debía durar 15 minutos se prolongaba en la mayoría de los casos a 45 minutos. Por interno el productor me puteaba porque había congresistas en espera para continuar con la pauta de entrevistas. Yo le decía que no me interesaba, que esperen o que los cancele; más importante era escuchar la opinión de un ser lúcido y honesto. 

Me quedé con todo esto adentro y nunca le pude decir a Julio lo mucho que lo admiraba y todo lo que hice siempre para poder escucharlo. Así como yo, ¿con cuántas personas de tu vida te estás quedando callado sin decirles lo que sientes por ellas? La vida es hoy, hablemos hoy; mañana nunca se sabe.  

Esta columna fue publicada el 07 de julio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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