Compré mis primeros tacos a los 19 años. Hasta ahora los recuerdo, sobre todo por lo que me dijo alguna vez el sabio podólogo Edwards: “Tu mente puede olvidar un mal zapato, pero tus pies jamás”. Los compré con mi primer sueldo de practicante. Eran de un fantástico plástico mate que ante el ojo despistado podía pasar como cuero, según yo. Y si bien mi dedo chiquito los odiaba (sobre todo el izquierdo) y terminaba en la noche rojo de dolor o de ira por haberlos soportado todo el día, tengo que confesar que mi taco 9 me hacía sentir fuerte, regia, exitosa y sin duda alta, dado el metro cincuenta y nueve que poseo.
Supongo que me hacían sentir como esa mujer ejecutiva que veía en las películas, siempre en taco aguja e impecable. Pero, además de su forma de vestir, todas estas mujeres exitosas y ejecutivas de la gran pantalla poseían casi las mismas características: soledad, dureza, autosuficiencia y la infaltable costumbre de pedir delivery de comida china solo para una.
Ese fue el role model de mujer ejecutiva con el que creció mi generación (cuerpo de generación X con espíritu de millennial) y, si lo pienso bien, con el que las nuevas generaciones siguen creciendo. Porque del cliché de mujer ejecutiva perfecta no se salvan ni las búsquedas de imágenes en Google.
Siendo una marketera que declara abiertamente tener alergia a una sola cosa –el cliché–, juré que mi éxito profesional jamás me haría caer en esa figura de dominatriz (quitándole la connotación sexual). Pero en esta columna he prometido hablar siempre con la luz prendida, así que decir que no caí en el cliché sería mentir. En algún momento de mi vida confundí la seguridad con exceso de autosuficiencia; la independencia, con soledad autoimpuesta; y debilidad, con vulnerabilidad. Me autoimpuse un papel que podía verse bonito en la pantalla, pero que detrás de cámaras no me hacía feliz. Y si bien mi sueldo de practicante y mis zapatos de plástico eran cosa del pasado, el dolor seguía, solo que en vez del dedo chiquito estaba también en el lado izquierdo pero de mi pecho. Porque si bien en Hollywood se ve muy glamoroso tomarte una copa de vino siempre sola, en la vida real es importante entender que a veces necesitas que alguien –tus amigos, tus padres, tu pareja, tu hijo– te haga una manzanilla.
Hoy creo más que nunca que la figura de la ejecutiva imperturbable está pasada de moda, porque le hace imposible conectar y vincularse con su equipo y su entorno. La ejecutiva perfecta, sin que se le mueva un solo pelo, ya no es atractiva porque hoy ya se entiende que tener tolerancia al error, atreverse a cometerlos y tener resiliencia para afrontarlos son de las cosas más valoradas por las compañías.
Entendí que los tacos no subsidian ser ‘taca’ y que es en conocimiento y preparación donde más se debe invertir. Que una ejecutiva tiene una vida más allá de la oficina y que eso de ‘estoy casada con mi trabajo’ ya hasta suena mal. Que ya no se compra el cuento de la mujer ejecutiva exitosa tipo Meryl Streep en El diablo se viste de Prada, temida pero no amada. Que la ejecutiva entiende la importancia del inglés para entender la fundamental diferencia entre business y busyness. Y que jamás se consuela pensando que ‘no se puede tener todo en la vida’. Y que por ello es la mejor de las ejecutivas, pero con tiempo para tenerlo todo y más. //