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Renato Cisneros

Esta tarde de agosto, cuya luz se prolongará pasadas las ocho de la noche gracias a las bondades del verano madrileño, te observo, Julieta, convertida en la princesa del Parque del Oeste. Princesa con talante de reina, reina con ademán de emperatriz. Es imposible no sentirse a gusto en este lugar que tu mamá tuvo el tino de elegir para festejar tu primer cumpleaños. Cien metros a la derecha, como un fósil, se levanta el imponente templo de Debod, construcción que el gobierno egipcio obsequió a España hace ya varias décadas y que le da a esta celebración privada un aire como de gran evento histórico. Del otro lado, a diez pasos, las diversiones tradicionales: subibajas, columpios, toboganes, pasamanos. En medio, árboles de todos los tamaños. Árboles y mucho pasto donde extender toallas y manteles, donde colocar viandas y bebidas.  

Decía que te observo, Julieta, pero soy incapaz de elegir una sola razón que explique mi deslumbramiento. No sé si es el estilo temerario con que gateas, sin levantar la cabeza del todo, guiada por tu instinto, por la pura mecánica de esos brazos y piernas que recién han aprendido a moverse con leve sincronía. O la manera espontánea en que aplaudes apenas alguien pronuncia la palabra ‘bravo’ y reconoces en esas sílabas algo equivalente al premio, la felicitación o simplemente la alegría. O la cautelosa intriga que despiertan en ti los animales, tanto los vivos como los inanimados. O esa sonrisa de seis dientes de leche (cuatro arriba, dos abajo) que ofreces cuando notas un gesto de calidez de parte de cualquier transeúnte mínimamente amable. O si es la sorpresa al contemplar a los personajes estrafalarios que aparecen de tanto en tanto por ahí (como aquellos que se ganan la vida en la Plaza Mayor: enjutos gladiadores romanos, el barrigudo Hombre Araña, ese despeinado Chaplin que más parece Capulina). O la serenidad con que soportas los enojosos cambios de pañal. O tu concentración para seguir la trama de cuentos infantiles que claramente no entiendes pero quizá ya descifras, y cuya lectura demandas con un preciso repertorio de balbuceos. O el distraído compás con que zapateas cuando tus abuelos ponen en YouTube marineras, festejos o landós. O si es el vértigo feliz que producen en ti los volantines aéreos. O la calma que genera en tu semblante la cercanía de tu primo Tití. O la bonita locura que supuso la otra tarde subirte al triciclo rojo que compramos en el quinto piso de El Corte Inglés. O la suavidad con que te hundes en el agua de la bañera. O la firmeza con que te aferras al cuello de tu mamá cuando estás extenuada y no deseas que nadie interfiera en tu camino rumbo al sueño.  

No sé qué es exactamente, Julieta, pero ahora que has cumplido un año, ahora que el calendario cierra un ciclo como si quien clausura una puerta, ahora que no termino de acostumbrarme a verte crecer desde lejos, tengo varias razones para hablar de ti, o sea para escribir de ti, que sigue siendo mi forma primitiva y no tan retórica de decir te amo.  

No ha sido un año fácil, para nada, para nadie, pero aquí vamos, hija, tratando de sobrellevar los baches, de poner una cara simpática que haga menos denso el temporal. Lo relevante, lo que de veras interesa, pienso mientras te veo apagar otra vez esa vela clavada en la torta y levantar el dedo índice para ilustrar tu edad ante los presentes, es que nunca dejes de mirarnos así, y que tu vida entera, en lo posible, sea una luminosa continuación de esta tarde de agosto en el parque. //

Esta columna fue publicada el 01 de setiembre del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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