¿Somos hermanas de verdad?, por Luciana Olivares. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
¿Somos hermanas de verdad?, por Luciana Olivares. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Luciana Olivares

Qué mal me caían Griselda y Anastasia, las antipáticas y envidiosas hermanastras que le hacían la vida imposible a Cenicienta. Pero para dejar más claro el punto, Disney se encargaba de dibujarlas feas, siempre con ceño fruncido y, claro, con juanetes en los pies. A las hermanastras siempre nos las han representado como el ícono de la rivalidad, el egoísmo y el antagonismo entre dos mujeres. El guion es más o menos el mismo: están por lo general confabulando para ir detrás del novio ajeno, el puesto de trabajo –así sea de futura princesa– y hasta de algún zapato. Parecería que en el mundo de los cuentos nos han perfilado muy bien la figura de la hermanastra, pero no el de la hermandad o sororidad, como se llama ahora al sentirnos hermanas entre mujeres sin necesidad de lazos sanguíneos.

Pero ¿qué pasa en el mundo real? ¿Estamos en modo hermanastra o hermana cuando se trata de nuestro género? Pensaba en esto en la noche de cuentos que organizó el colegio de mi hija, un evento que invita a los niños y niñas a contar sus cuentos inventados frente a padres y compañeros. Le tocó el turno a mi hija Fernanda y no salió sola al escenario, sino con cuatro amigas, cada una cumpliendo una función distinta. Fer leía la historia que escribió, mientras Monchi y Ela agarraban una caja de cartón que fungía de ecran para mostrar los increíbles dibujos que Micaela había hecho para recrear el cuento. En simultáneo, se escuchaban los ‘efectos especiales’ que Valentina hacía debajo de la mesa para darle más realismo e impacto a la narración. Me encantó el cuento, que, por cierto, era una historia de dos amigas que enfrentaban juntas a los villanos en el mundo de los videojuegos, pero lo que más me gustó fue ver esa imagen de solidaridad pura, en la que todas eran protagonistas de la historia y se daban la mano para serlo.

Pensé de nuevo en el concepto de hermanastras, pero no en Griselda y Anastasia, sino en esa falta de empatía que nos divide o nos vuelve indiferentes frente a las necesidades de otra mujer y cómo nos estamos perdiendo la oportunidad de ser hermanas, no de sangre sino de vida, que se respetan y ayudan. Esa misma semana me invitaron al evento de sostenibilidad más grande que se hizo este año en nuestro país: Perú 2021. Participé en un panel organizado por Ayuda en Acción, una fundación que desde hace 30 años viene trabajando en las zonas más vulnerables del país y que a través de su iniciativa –Causa Mujer– ya ha logrado impactar positivamente en la vida de 10 mil hombres y mujeres en 12 zonas de acción alrededor del país. En el panel –cuyo tema central eran las dificultades que enfrentamos las mujeres– no era la única invitada.

Estaban la valiente Marlene Molero, fundadora de Gender Lab; y Adelma Quispe, una lideresa que vino desde Melgar, Puno, y que conocí el día anterior al evento. La primera vez que la vi me abrazó fuerte, como si nos conociéramos de toda la vida, y me contó su historia. Adelma y su familia se dedicaban al pastoreo mientras padecían el horror del terrorismo. Pero la violencia que más la hacía temblar era la de su padre, quien cada vez que se emborrachaba se desquitaba con su madre y sus hermanitos. Ya de adulta, el patrón se repitió pero esta vez con su esposo, quien no solo la golpeaba, sino que la acusaba de infidelidad por querer cuidarse con algún tipo de método anticonceptivo para no tener más hijos. Un esposo que la minimizaba y no la dejaba hacer otra cosa que no fuera ocuparse de la casa. Desde chiquita, cuando miraba el cielo y veía un avión volando, Adelma sabía que llegaría lejos. No se conformó con su suerte, sino creó la suya. Con el apoyo de iniciativas como Manuela Ramos y Ayuda en Acción, comprendió que la humillación y el golpe no eran parte de sus funciones como esposa, como lamentablemente le habían hecho creer. Entendió que ella puede y tiene todo el derecho de trabajar, surgir y ganar su plata. Pero sobre todo comprendió que todo eso que ella había aprendido lo podía compartir con otras mujeres.

Tengo que confesar que cuando escuché su historia me sentí hasta cohibida de sentarme a su lado; qué podía decir yo sobre dificultades si tenía a mi lado a una mujer que lo había superado todo y más. Pero después recordé la noche de cuentos de Fernanda con sus amigas y cómo todas sus habilidades distintas eran necesarias para sacar adelante la obra. Creo que todas, con nuestros talentos y características distintas, tenemos un rol para acabar con historias de violencia e inequidad. Dejemos el rol de hermanastra para los cuentos: para impactar vidas y en nuestra vida, necesitamos hermandad real. //

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