Renato Cisneros

Mi amiga C nos recibe en su bonita casa de tres pisos en las afueras de París. Hace mucho que no nos vemos. Por la noche abrimos un vino y recordamos la época en que nos conocimos, la segunda mitad de los 90, en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima. “La facultad ha cumplido 50 años”, le cuento. “Y a nosotros nos falta poco para lo mismo”, me responde, con un gesto de alarma biológica. Nos reímos, brindamos y pasamos un buen rato evocando a algunos excompañeros: los estrafalarios, los misántropos, los insoportables, los que se volvieron famosos, los que parecen haber desaparecido de la faz de la tierra (o tan solo de la faz de las redes). También mencionamos a los cuatro o cinco profesores que nos marcaron de verdad (Julio Hevia el primero de ellos) y recapitulamos ciertos episodios inolvidables, el más notable de todos: las marchas contra la dictadura.

Por esos años, la universidad no tenía tradición alguna de compromiso político. Al lado de los combativos alumnos de San Marcos, la Católica o La Cantuta, que protestaban continuamente, los de la de Lima eran vistos como pitucos (yuppies se les decía entonces), chicos y chicas privilegiados, individualistas, que permanecían indiferentes a la realidad nacional. Si bien ese prejuicio recaía principalmente en la gente de Administración y Derecho, también alcanzaba a los de Comunicaciones, a quienes, además, se nos calumniaba diciendo que éramos pastrulos y hueveros (cuando lo cierto es que éramos hueveros y pastrulos).

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Aquella fama no tan gratuita quedaría desterrada para siempre en junio del 97. El Congreso, copado en su mayoría de fujimoristas, acababa de destituir a tres magistrados del Tribunal Constitucional, luego de que votaran en contra de las rochosas pretensiones de Fujimori de reelegirse por segunda vez. La indignación que produjo esa maniobra nos levantó de las carpetas y jardines, nos hizo soltar las guitarras y cámaras de cine, y tomar las calles como nunca antes se nos había ocurrido que se podía hacer.

“¿Te acuerdas de Confusión?”, le pregunto a C. “¡Claro, el periódico de la facu!”, reacciona. Las coordinaciones para las marchas se hacían desde las páginas de Confusión, lo que en su día puso muy nerviosa a la rectora Ilse Wisotzki, que vio cómo en la normalmente pacífica facultad empezaba a incubarse una inédita revuelta.

El 5 de junio de 1997 salimos desde el campus de Monterrico hasta el Centro de Lima (lo que para algunos supuso trasponer las fronteras de la Javier Prado por primera vez en sus vidas). Allí nos encontramos con miles de estudiantes de otras universidades y, bajo el lema general “El miedo se acabó”, avanzamos hasta las inmediaciones del Congreso, superando los piquetes policiales. Fue un día memorable. Aparecimos en todos los noticieros.

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Un año más tarde, con el gobierno acusando a los universitarios de violentistas, volvimos a salir desde la universidad. Esta vez con las manos pintadas de blanco, armados de pancartas, decididos a llegar hasta la mismísima puerta de Palacio para entregar un memorial de rechazo a la reiterada violación de derechos humanos cometida por el régimen. Con C recordamos habernos visto en la Plaza Francia lanzando consignas como “¡Somos estudiantes, no somos terroristas!”, “¡Servando y Florentino, mejor que Montesinos” o “¡El pueblo tiene hambre y Keiko está muy gorda!”. Intentamos acampar en la Plaza de Armas, pero los chorros de agua de los ‘Pinochitos’ nos lo impidieron.

“Han pasado casi 25 años”, le digo a C. “Qué viejos estamos”, se asombra. En el piso de arriba, su segunda hija duerme (la mayor estudia en Canadá), la mía juega en el suelo con una casa de muñecas. Acabado el vino, abrimos una botella de pisco. “Le temps passe très vite”, dice de pronto. “¿Qué?”, le pregunto. “Perdón, cuando estoy borracha, me pongo a hablar en francés”, se disculpa. Pero sí, en efecto, el tiempo pasa muy rápido, querida amiga: un día estás marchando, convencido de formar parte de algo que cambiará el curso de la historia de tu país, y al otro estás muy lejos de ese mismo país, velando el sueño de tus hijos, preguntándote en qué momento se perdió todo aquello, y temiendo que pasen muchos años más antes de que alguien salga a marchar para recuperarlo. //

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