El error que cometemos al victimizarnos, por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Nadia Santos)
El error que cometemos al victimizarnos, por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Luciana Olivares

Mi papá se llama Federico y es el menor de cinco hermanos de una típica familia de clase media, como describiría el gran Rolando Arellano. Desde muy niño aprendió que la palabra ‘nuevo’ no iba acompañada ni de ropa ni de juguete y menos de bicicleta. Tenía que esperar a que sus hermanos mayores crecieran o se aburrieran para que al fin le tocara al benjamín. Pero Federico no solo la tuvo difícil con los regalos, sino también con los ojos. Llegó a 22 de miopía en cada ojo, así que en su barrio era el ‘ciego’, no solo por sus lentes poto de botella, sino porque cuando jugaba fútbol, jamás veía la pelota.

Estas historias me las sé muy bien porque me las contó desde muy chica, así como a mi hermano. Lo hizo no para que lo compadeciéramos, sino para valorar cada cosa que teníamos y que a punta de trabajar mucho –junto a María Teresa, mi mamá– había conseguido el buen Federico. Pero hay otro consejo que me dio mi papá. Tenía 18 años y tuve que quedarme hasta la madrugada terminando una licitación en la agencia de publicidad en la que trabajaba. Al día siguiente, mientras tomábamos desayuno, yo con cara de pocos amigos, mientras le decía lo muerta que estaba por tanto trabajo, me dijo: “Cuando seas bien vieja, vas a tener bastante tiempo para descansar”. Al principio estaba indignada, no podía creer que a mi propio padre no le diera pena que su pobre hija estuviera trabajando hasta altas horas de la noche. Pero rápidamente me di cuenta de lo que verdaderamente me estaba enseñando: cuando se tiene trabajo, no hay que compadecerse, hay que agradecerlo.

Pensándolo bien, esta enseñanza fue la mejor herencia que pudieron dejarme mis padres en vida y la fuente de energía que alimenta mi fuerza para hacer tantas cosas: dirigir dos empresas, dictar clases, ser directora en un banco, escribir libros y en dos revistas, ser mamá y hasta tener tiempo de bailar pegadito. Desde muy chica yo trabajo y mucho, pero no por adicción, sino por convicción. Estoy convencida de que el éxito es una decisión que tomas todos los días entre hacer lo que te toca o llegar hasta donde no te toca. Me empujo –y empujo a quienes me rodean– lejos de la comodidad de lo bueno para buscar lo extraordinario. Y pienso que, por supuesto, hay que sacarse la mugre, remangarse la camisa y trasnocharse de vez en cuando para lograr eso que tanto deseas.

Una de mis campañas publicitarias favoritas es la de la marca deportiva Under Armour, con el campeón mundial de natación Michael Phelps. En ella vemos el lado menos sexy de ser exitoso, bajo el eslogan: “Es lo que haces en la oscuridad lo que te hace brillar”. Sí, pues, el éxito implica mucho trabajo que haces en la oscuridad –con amanecidas incluidas– que jamás verás en un selfie porque de pose no tiene nada.

Hoy, Federico tiene 70 años y sigue trabajando en lo que tanto ama. Hace dos años sufrió un derrame que le dejó parte de la cara paralizada y que le impide hablar del todo bien, pero a él no le importa. Bueno, yo creo que sí. Siempre fue guapo y algo vanidoso (ahora usa lentes de contacto e igual casi no ve nada), pero asumo que al momento de estar con un cliente, la vergüenza y la dificultad por no pronunciar bien una palabra desaparecen.

Mientras haya fuerzas, no hay excusa para no salir a la calle y dar todo de ti. No permitas que la flojera, el conformismo, la etiqueta de ‘soy millennial, no quiero presiones’ o, peor aún, la autocomplacencia te impidan dar tu extra, porque ese extra literalmente te llevará de un profesional ordinario a uno extraordinario. //

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