En febrero del 2016, Raúl Ruidíaz estuvo a punto de irse a jugar a Tailandia. Todos recordamos cómo frunció el ceño Ricardo Gareca cuando se enteró del camino que iba a tomar la ‘Pulga’. Felizmente el plan no prosperó y todos sabemos que la historia continuó con gloria en México.
El ‘Tigre’ había expuesto igual desazón cuando, a mediados del 2015, Jefferson Farfán decidió continuar su ruta en Emiratos Árabes Unidos. Pasó año y medio ‘ausente’ hasta que reapareció en Rusia, donde hace dos meses tocó el cielo.
Hace días estamos pendientes de André Carrillo. Quienes son más papistas que el Papa –o, para el caso, más carrillistas que Carrillo– encuentran inaudito que nos metamos en su libertad de elegir destino. Eso no está en discusión: la ‘Culebra’ irá donde le plazca y convenga a él y su familia.
Eso no quita que yo y muchos sintamos desaliento y fastidio de que nuestro mejor jugador en el Mundial –de lejos y por aclamación– pueda marcharse a la Liga saudí.
Cuando en los años 90 Marcelo Bielsa recibió la oferta para dirigir nuestra selección, preguntó cuántos futbolistas del nivel de ‘Chemo’ teníamos. Nunca vino. Si Gareca termina yéndose (es ocioso averiguar qué piensa de irse al desierto futbolístico asiático), su reemplazante puede fijarse dónde juega nuestra estrella de hoy. ¿En Arabia Saudí? ¿Es en serio?
El Mundial sí premia. El uruguayo Torreira ha fichado por el Arsenal inglés, el mexicano Layún se va al Villarreal español y el marroquí Achraf al Borussia Dortmund. En la búsqueda de exposición, en el corto plazo a lo mejor nos faltó el cuarto partido en el Mundial, y en el largo nos queda la tarea de mantenernos y no solo arribar a la élite. Porque al Mundial llegamos, pero –aceptémoslo con dolor– todavía no al mercado de valores.