"Que somos hermanos", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Que somos hermanos", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Mientras deshago el equipaje, me asalta la idea de que esas ya no son mis pertenencias. Es decir, lo son, ahí están los mismos jeans y polos que elegí antes de partir a Moscú, pero por alguna razón siento que no soy la misma persona que cerró esa maleta hace 20 días. ¿Qué pasó entre el hombre que se fue y el que ha vuelto? Nada. Apenas un .

Viajar a Rusia en cualquier temporada es fantástico: el país es de una vastedad geográfica y una riqueza histórica apabullantes. Ahora bien, viajar a Rusia durante un es maravilloso: el clima de fiesta excede lo deportivo y por un mes rige la vida diaria de las ciudades donde se disputa la Copa. Ahora bien, viajar a Rusia durante un Mundial en el que participa tu país es la locura máxima: te sientes parte de una liga selecta sobre la que se posa, de forma fugaz pero exclusiva, la mirada de la humanidad. Pero viajar a Rusia durante un Mundial en el que participa tu país y que tu país se convierta de inmediato en el equipo más carismático de todos, eso es sencillamente glorioso, impagable, histórico.

Bastaba abrirse paso por el jirón Nikólskaya para distinguir, cada 200 metros, a grupos de peruanos cantando sin descanso, con una suerte de ansiedad acumulada por dejarse oír. Lo emocionante era ver cómo a continuación ingleses, tunecinos o polacos, no necesariamente ebrios, se sumaban a las vivas por Perú, sorprendidos de que esa turba blanquirroja haya copado el centro moscovita. Un hincha uruguayo lo sintetizó bien: “Invadieron Rusa, boludo”.

Luego, cualquier día, caminabas con dirección a la Plaza de la Revolución y resultaba normal encontrarte en un bar, baño público, casa de cambios o pasillo subterráneo, con peruanos de toda condición. Nos reconocíamos unos a otros no solo por los colores, sino por la expresión de complicidad mal disimulada. Enseguida nos saludábamos diciéndonos “arriba Perú”, laconismo patriótico que, alejado de su atmósfera natural –la tribuna–, de repente parecía una contraseña de pertenencia que podía significar tanto “buenos días” como “mira hasta dónde llegamos, carajo”.

Nunca vi tantos peruanos felices de hacer visibles sus símbolos, avanzando entre la muchedumbre con la cabeza levantada, como si al pasear su peruanidad estuviesen ejerciendo una especie de diplomacia callejera. Tan conscientes eran los peruanos de su rol de embajadores criollos que muchos de ellos, con pana y sin roche, se sobreponían al alfabeto cirílico para interactuar con los gentiles anfitriones mediante señas universales, como si se tratara de un juego de charada.

Pero sin duda el gran momento ocurrió en el estadio, en esos minutos previos al debut ante Dinamarca. El Mordovia Arena era territorio tomado por una multitud de compatriotas, cada uno con su historia, con sus problemas dejados en casa, sacando pecho por estar de vuelta en las ligas mayores. De la nada, los parlantes comenzaron a botar las inconfundibles notas del Contigo Perú. La voz del aún no se escuchaba y ya estábamos todos sumidos en un mar de escalofríos, en la antesala de un llanto contenido que no tardaría en manifestarse.

Esa canción, que escribió en 1978, en tan solo 15 minutos, en el dorso de una factura, sentado en un café frente a , por encargo del gobierno militar; esa canción que aprendimos al lado de nuestros padres y que nuestros hijos memorizarán en su día; esa canción que ha sido pista musical de nuestros momentos más festivos pero también de los más duros; esa canción era la que ahora repentinamente se escuchaba en el cielo de una diminuta ciudad rusa llamada Saransk y nos recordaba nuestra condición de hermanos a pesar de todo. Hermanos en el dolor, pero también en la ilusión y el orgullo. Más hermanos de lo que creíamos. Ese es el aprendizaje particular que nos deja Rusia 2018. Lo que hagamos con ese legado de ahora en adelante nos pintará de cuerpo entero ante las próximas generaciones.

Contenido Sugerido

Contenido GEC