Luna
Luna
Jaime Bedoya

La noche del 20 de julio de 1969 no se durmió. La vida había quedado paralizada con la temeridad de tres individuos que, montados sobre un misil repleto de combustible, tenían como destino llegar a la Luna, esa sombra luminosa que alumbraba la noche.

La televisión de entonces suponía un ceremonial familiar. Solo el aparato en sí era considerado un relicario robusto, grave y respetable, que tardaba su tiempo en tomarse la molestia de conectarse con nosotros. Emitía un ronroneo eléctrico como comentario propio respecto a cualquier presencia ajena. El control remoto era quien estuviese más cerca del dial.

La televisión de ese entonces tenía, además, la perdida costumbre de poner en pantalla a gente culta e informada. Entonces el evento no solo era divertido: era valioso. El lujo de tener a Pablo de Madalengoitia transmitiendo la proeza espacial en vivo desde Cabo Cañaveral es impensable ahora que la razón para salir en televisión reposa en hacer públicas las habilidades personales en monetizar las partes blandas del cuerpo. Así estamos.

En casa el tema espacial guardaba, además, una gravitación postal. Teníamos una tía norteamericana, adoptada emocionalmente por mi abuela, que se había casado con un general de las fuerzas armadas norteamericanas, el general Ned Fogler.

Fogler, lo conocí, era estereotipadamente alto, fuerte, condecorado y sonriente, muy parecido al actor Clancy Brown que hace del general Jeffcoat en Billions. Su sonrisa brillaba a la par que sus
medallas.

Él nos enviaba por correo gruesos paquetes de la NASA con diagramas, textos y fotos de las misiones Apolo y sus tripulantes. Durante la infancia los consideraba material secreto y sensible. Ya de adulto reparé en que eran simples notas de prensa. Siguen siendo un tesoro.

Durante los meses previos al vuelo lunar solo se hablaba de los astronautas, esos superhéroes de pelo cortísimo cuando lo cool era ser pelucón y hippie. Era impensable perderse la transmisión en vivo, historia hecha espectáculo para el disfrute de mortales en pijama. Te repetían la posible hazaña en el colegio, en la publicidad de los productos del Super Market, en los modelos armables de cartón del módulo lunar en los grifos Gulf. Toda la familia, el planeta entero, se sentía a bordo del Saturno V.

Pero el santo grial del regalo infantil peruano de la época, creación de ese visionario que era Samuel Drassinower, era el casco espacial Moraveco1: un juguete interplanetario hoy, para nuestros clientes del futuro.

Dicta la leyenda que el juguete se había hecho teniendo como molde un casco de soldador. Daba igual. Introducir el cráneo en esa carcasa de poliestireno era consumar la fantasía de la exploración espacial sin salir del barrio. La última señal de pertenencia a una especie admirable y heroica que, por momentos, podíamos ser los humanos.

Con mayor razón ahora que uno se entera de que, en virtud de los efectos de la gravedad cero sobre la digestión, la cabina de la nave era un concentrado de gases. Olía a una mezcla de perro mojado con pantano, contó Buzz Aldrin. Esto hace aún más admirables a estos viajeros espaciales.

El futuro ya no es lo que era. Hace 50 años, julio del 69, todos fuimos a la Luna un domingo por la noche. Lo más espectacular fue que al día siguiente nadie fue al colegio.

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