María José Osorio

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, dijo Borges. En este Día del , vengo a decepcionar a Borges por partida doble: últimamente me cuesta escribir, pero aún más leer.

Tengo regadas entre libretas, aplicaciones y notas del celular listas de libros por leer que armé con un exceso de optimismo, si tomamos en cuenta que tengo en casa varios ejemplares sin tocar, producto de algún paso por librería donde me repetí a mí misma que comprar el libro ya era un paso más hacia leerlo, como cuando te compras ropa de ejercicio como motivación. Al igual que las leggins que terminaron sirviendo para comer más cómoda en el sofá, se acumulan los tomos en el librero, donde la misión que cumplen es de fondo virtual para reuniones de Zoom.

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Quiero leer y no puedo. Me siento a leer y viene el mundo a tocarme el hombro. Me veo a mí misma repasando el mismo párrafo una y otra vez, espantando como moscas a los pensamientos y a la ansiedad por agarrar el celular y ver el último drama de Twitter.

El libro tiene todo en contra. Una sociedad donde el contenido breve es rey, donde se le llama “historia” a un video de 15 segundos, donde la gente se empieza a desesperar si el video que puso se demora más de tres segundos en arrancar. Una novela de 300 páginas se plantea como una hazaña descomunal ante esto. Y no solo es la brevedad, es la variedad de contenido disponible peleando por nuestra atención como buitres: desde Facebook hasta LinkedIn. Yo veo con frustración cómo en esta pelea, al igual que en la política peruana, siempre gana el candidato más inútil.

Esto tiene una explicación neurológica: la novedad libera dopamina, y la dopamina, felicidad. No necesita ser interesante, divertido, hermoso, enriquecedor: solo necesita ser nuevo. La sensación no dura, por supuesto, pero ahí está la magia del contenido de redes sociales: no alcanzas a entender qué tanto te gustó algo o no y ya estás expuesto a algo nuevo. Es una droga fácil y rápida.

La lectura, por su lado, es un viaje largo. Arrancas a caminar en la primera página y no está claro cómo se va a desenvolver el camino. Algunos libros tienen la capacidad de hacerte maratonear, de no comer, no dormir, no detenerte hasta llegar al destino final. Otros te invitan a contemplar, a ir parando en ciertos lugares, tomar un respiro, admirar el paisaje. Pero todos, sin falta, necesitan de ti, que te muevas con ellos, que avances con una linterna y un machete, escudriñando la historia. Los tiktoks y reels no, no requieren nada de ti, de hecho se alimentan de tus ganas de no pensar en nada, de tus ganas de mantenerte al margen.

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Los buenos libros son exigentes. Desde el más ligero al más denso, del drama histórico a la autoficción. No tiene que ver con la complejidad del lenguaje sino del reto: eres solo tú y un montón de palabras a las que tienes que darles sentido, como si hubieras sido abandonado en la mitad del bosque con solo un cuchillo y un paquete de galletas de soda. Alguien dejó para ti una verdad y eres tú quien debe descubrirla. La lectura funciona un poco como el Internet con las imágenes: el contenido se descompone y viaja en pequeños pedazos que solo vuelven a tomar forma una vez que el otro lado los decodifica.

Decir que los libros son un escape es impreciso. Escapar es lo que intentamos hacer todo el tiempo, en nuestro incesante scrolleo de Twitter, nuestro constante clic en “Siguiente episodio”. Hay una sobreoferta de escapismo. Yo diría que su mayor valor, en esta realidad tosca y agotadora que nos toca vivir, es ser un encuentro con nosotros y con la potencialidad de nuestro mundo interno. Un acto valiente de recuperación de nuestro espacio mental, atención y tiempo.

Y si eso no es suficiente incentivo, recordemos que por lo menos no tienen anuncios de publicidad cada 30 segundos. //

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