Llórame un mar, la columna de Luciana Olivares. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Llórame un mar, la columna de Luciana Olivares. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Luciana Olivares

El amor acaba, canta José José pero lo cierto es que cuando terminas una relación, y sobre todo cuando te terminan, nadie sale cantando. A menos que le dediques una de Maná, esa que dice: “te lloré todo un río, ahora llórame un mar”. O mejor aún, que te cante una de mi vecino de columna, el gran Pedro Suárez-Vértiz: “Solo recuerda, cuando llores de ese modo, que el mejor remedio de todos es pensar en aquellos que hiciste llorar”.

Sí, pues, que te vengan con el “tenemos que hablar” es tan angustiante como recibir una carta de la SUNAT (así sea solo para felicitarte por buen contribuyente). Y así la inminente choteada venga macerada con frases como “no te merezco”. Es imposible no sentir una estaca en el corazón y en el ego.

Según Juan Lerma, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante, “amor y desamor son las dos caras de una misma moneda. El primero hace subir los niveles de dopamina y oxitocina en tu cerebro y te hace sentir apego y placer. El otro hace que eches en falta este apego y que sufras ansiedad y malestar”. De allí que hasta sientas dolor físico. Según varios especialistas, frente al desamor el cerebro sufre un fenómeno parecido al síndrome de abstinencia, y superarlo requiere iniciar un proceso de aprendizaje y reorganización.

Luego de pasar por todo ese proceso, puedes llegar a racionalizar lo que escribió Selam Wearing, uno de mis poetas actuales favoritos, en su libro Tú y yo nunca fuimos nosotros: “Lo único que pasa cuando alguien te rechaza es que la vida sigue con una incertidumbre menos. No puedes gustarle a todo el mundo, y hasta por eso hay que estar agradecido”.

Seamos honestos, es imposible que dejes de fantasear con ese momento en el que te encuentres con tu ex y te vea tan bien, que termine dándose golpes en la cabeza por lo que perdió. Como en ese comercial de una conocida marca de tarjetas en el que nos decían algo como: “Zapatos, US$ 80; vestido, US$ 200; maquillaje, US$ 50. Ver la cara de tu ex viéndote tan regia no tiene precio. Para todo lo demás está Mastercard”. Tengo que reconocer que ese comercial caló en mí. Mi primer enamorado –ese por el que morí casi dos años, con el que bailaba lento todas las fiestas y al que le di mi primer beso– terminó conmigo por razones aún no justificadas (ni siquiera lo sazonó con el ‘no eres tú, soy yo’) y por teléfono fijo (en esa época no había celulares). Y si bien esta historia pasó hace muchos años, fueron incontables las veces que fantaseé con encontrármelo algún día en un basural y panzón. Y exitosa y desafiante, pero no con el vestido rojo del comercial, sino con uno negro superejecutivo.

No me habría acordado de todo esto si no me lo hubiese encontrado la semana pasada, después de más de 25 años. Era domingo temprano y había ido caminando a comprar pan fresco para mi hija Fernanda. Estaba con Feroz, mi perro, sayonaras, una cola improvisada y un polo que –lo reconozco– alguna vez he usado de pijama. Él estaba con un polo de Ironman, sentado en su bicicleta en la puerta de la panadería. Por las apariencias, mal no lo había tratado la vida. Mientras caminaba hacia él, en mi peor facha posible, pensaba divertidamente en ese famoso comercial que comenté al inicio, pero en mi propia versión: polo de pijama, US$ 10; sayonaras, US$ 8; liga de pelo, US$ 1.

Estar más preocupada por que no se acaben los cachitos calientes en vez de por cómo me verá mi ex no tiene precio. Porque mi verdadera revancha no es con otros, sino con cómo me siento conmigo. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC