Una de las amistades más fecundas para la literatura latinoamericana fue la que vinculó a Mario Vargas Llosa con Gabriel García Márquez. Martin ha tenido el privilegio de ser el biógrafo de ambos autores.
Una de las amistades más fecundas para la literatura latinoamericana fue la que vinculó a Mario Vargas Llosa con Gabriel García Márquez. Martin ha tenido el privilegio de ser el biógrafo de ambos autores.
Renato Cisneros

Hay peluqueros que se hicieron conocidos por haberse pasado años trasquilando la cabeza de genios literarios. Pienso en Ramón Cifuentes, el peluquero de Vargas Llosa, quien durante más de una década acudió a la casa del Nobel en Barranco para ocuparse de sus urgencias capilares. Gracias a don Ramón sabemos que Vargas Llosa tiene un remolino infranqueable en la parte delantera del cráneo; que nunca ha querido entintarse las canas; y que, más de una vez, ha interrumpido las sesiones de peluquería para anotar en un papel las anécdotas que le contaba don Ramón.

Similar es el caso del italiano Pietro Morittu, peluquero de García Márquez por más de 25 años. El colombiano visitaba una vez al mes su barbería, ubicada al sur de Ciudad de México, y le daba instrucciones precisas sobre cómo dejarle el bigote: “Espeso, rebajado y sin volumen”. Incluso cuando la peluquería creció y Morittu colgó las tijeras para ocuparse de asuntos administrativos, ‘Gabo’ persistía en que sea él quien lo atendiera: “A mí la navaja en el cuello solamente me la pone Pietro”.

Borges nació en Buenos Aires, pero desde niño visitó con frecuencia la provincia de Adrogué. Allí funcionaba la peluquería de Faustino Cammarota, a quien Borges ofreció el mayor de los homenajes literarios al convertirlo en personaje. En Seis problemas para don Isidro Parodi, escrito a cuatro manos entre Borges y Bioy Casares (firmado por el autor ficticio Honorio Bustos Domecq), el personaje central, don Isidro, dueño de una barbería, está fielmente inspirado en Faustino Cammarota. Tanto el modelo como el original, por ejemplo, cebaban el mate en un jarrito de loza celeste. Cuentan que Borges visitaba habitualmente esa peluquería, aun sin necesidad de cortarse el pelo, solo para husmear en las conversaciones de los clientes y recoger detalles que luego transformaba en literatura.

Si hablamos de peluqueros en ficciones, no podemos dejar de mencionar al fantástico Cristóforo Palomino, Palomeque, el peluquero de País de Jauja, novelón de Edgardo Rivera Martínez. Palomeque, que además de cortar pelo da clases de latín, se nos presenta como un personaje librepensador, malhumorado, pero sobre todo racista, que vive jactándose de no ser “tísico, indio ni cholo”.

Hay tres relatos con peluquería notables. “La Calma”, de Raymond Carver (un cliente conversa con tres hombres que esperan su turno sentados; la situación parece trivial, sin embargo, las historias que van contándose son de un dramatismo paralizante); “La barbería”, de Antón Chejov (el sensible barbero Makar Kuzmich Blestkin se entera por boca de su padrino, quien ha llegado a cortarse el cabello antes de asistir a una boda, de cierta información relativa a su novia; Makar cae en un repentino pozo de tristeza que le impide terminar su trabajo, dejando al padrino con la mitad de la cabeza pelada); y “En la peluquería”, del noruego Kjell Askildsen (un anciano solitario camina una tarde hasta la barbería del barrio para sentirse acompañado por el peluquero y los viejos clientes, pero a cambio encuentra a un puñado de jóvenes que lo ignora por completo).

También hay un magistral cuento de Julian Barnes llamado “Una breve historia de la peluquería”, donde se cuentan tres momentos de la vida del personaje central, Gregory, a partir de sus visitas al peluquero.

Leyendo a Barnes, recuerdo ahora las peluquerías donde he dejado mechones regados por el suelo a lo largo del tiempo. La peluquería Todos, de San Isidro; o la peluquería El Pacífico de Miraflores, al lado del cine del mismo nombre, donde atendían unos señores que vestían como dentistas y maniobraban las tijeras con rencor; y finalmente la peluquería Baron’s de Surco, regentada por Wilber, hombre al que le confío mi cabeza desde hace 20 años, y quien durante la jornada sirve amablemente unos whiskies dobles que me dejan igual de relajado que las mujeres que habitan en la mente estrecha del actual presidente del Congreso. //

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