"Mi recuerdo de la Copa América del 87", por Renato Cisneros. FOTO: ArkivPerú
"Mi recuerdo de la Copa América del 87", por Renato Cisneros. FOTO: ArkivPerú
Renato Cisneros

Me pasa con ciertos partidos de fútbol lo mismo que con ciertas películas: no los recuerdo por lo que fueron, sino por quién era yo cuando los vi. Los partidos pueden haber sido malos, incluso muy malos, pero mi cerebro los retiene por lo que sucedía alrededor, por quién estaba a mi lado o por otras razones extradeportivas. Es el caso del Perú-Ecuador de la 1987. Fue 1-1. Partido soso, predecible, que nos dejó un empate inservible. Para colmo, el gol, atribuido a Eugenio La Rosa, fue horrendo, un chiripazo. ¿Por qué entonces la memoria no ha eliminado ese encuentro? ¿Por qué recuerdo incluso detalles de todo aquel torneo, donde brillaron el uruguayo Alzamendi, el ‘Pibe’ Valderrama, el chileno Basay?
Muchas cosas pasaron en el Perú ese 1987, antes y después de la Copa; desde la hiperinflación económica y la imparable escalada terrorista hasta el mitin de Vargas Llosa en protesta por la estatización de la banca, pasando por el concierto de Soda Stereo en el Amauta y, desde luego, la tragedia del Fokker donde murió casi todo el plantel de Alianza Lima.

En lo personal, fue un año insípido. Estaba en primero de secundaria, enamorado con seguridad de alguna chica que me ignoraba y en casa no hacía mayor cosa que ver televisión: La gran revista, Gamboa, Malahierba, Bajo tu piel, El Rafa y, claro, fútbol, mucho fútbol, todo el que transmitieran. Esperaba esa Copa América con ansiedad porque la selección había quedado fuera del mundial del año anterior por muy poco, así que podíamos hacer un papel más que decoroso. Nos tocó debutar justamente con Argentina, el campeón del mundo. Recuerdo haber visto ese partido con mi padre, en la sala de la casa, la tarde del sábado 27 de junio.

Desde el sillón, él fumaba y bebía un whisky. El primer tiempo acabó en cero, pero nada más empezar el segundo Maradona punteó la pelota debajo del cuerpo de González Ganoza y sacó ventaja para su selección. Doce minutos después, un cabezazo de Luis Reyna puso las cosas 1-1. No fue un mal resultado, pero la posibilidad de avanzar en el torneo dependía del siguiente partido, contra Ecuador.

La mañana del sábado 4 de julio, mi padre me pidió acompañarlo a una visita al castillo Real Felipe del Callao. Decliné la invitación argumentando que jugaba Perú. Él reaccionó muy a su estilo: “No te lo estoy consultando, te lo estoy comunicando”. No tuve opción. Llegamos a la fortaleza militar y procedimos a recorrerla al lado de un guía. Creo que nunca habíamos hecho nada solo los dos. Paseamos por la galería de armas antiguas, la alameda de los cañones, la Casa de la Respuesta y el patio del soldado desconocido. Aunque mi padre estaba atento a la explicación de cada ambiente, lo descubrí mirándome las pocas veces en que yo intentaba consultar el reloj lo más discretamente posible.

Cuando llegamos al torreón del rey, le pedí que me prestara las llaves del auto para siquiera escuchar el partido, que ya estaba por comenzar. Me las entregó con un gesto de decepción. Lo vi irse solo con el resto de visitantes hacia las catacumbas y los calabozos, probablemente el sector más llamativo de toda la construcción. Salí corriendo, encendí el motor del Chevrolet y puse la radio. El partido, ya lo dije, fue una mierda; necesitábamos golear y por poco perdemos. Cuando mi padre regresó una hora después, Perú estaba eliminado y el auto sin batería. Nos quedamos en el estacionamiento largo rato, sin hablar. Tenía ganas de pedirle disculpas por no haberme quedado con él, pero no abrí la boca.

Él encendió un cigarro y, después de una calada, a manera de consuelo, dijo: “No se acaba el mundo, esta no es la última ”, pero sus palabras solo ahondaron mi sensación general de derrota. A los minutos, consiguió poner el auto en marcha. Subí el vidrio y me eché a dormir o a pensar. La fortaleza quedó a nuestras espaldas. Pronto se haría de noche. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC