El miedo y yo, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
El miedo y yo, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

No es fácil hablar de nuestros miedos. Qué va, nos faltan palabras para describir no solo cómo nos hacen sentir corporalmente, sino también el caos que generan a nivel mental. Esa vorágine de sensaciones, emociones y pensamientos que nos desequilibran, debilitan, vencen. Muchas veces ni siquiera podemos nombrarlos o explicarlos. Solo sabemos que ahí están, habitando en lo más profundo de nosotros.  

No recuerdo mucho mi infancia, pero sí el miedo que me gobernaba. Recuerdo haber dormido en la misma cama de plaza y media con mi hermana menor desde que una noche crucé por la pantalla del televisor en plena escena de Freddy Krueger y arruiné mi frágil psiquis para siempre. Un asesino que te ataca en tus sueños, ¿qué más escalofriante que eso? Dormí con ella hasta que decidió darme una lección brutal: a sus 13 podía independizarse de cuarto y dejarme a mí lidiar de una vez con mis Freddies Krueger internos. Lloré. Sentí desamparo.  

Claro, el miedo es una emoción desagradable. Pero también noble y funcional: nos ayuda a ponernos en auto para salir disparados ante el peligro. Sin miedo no podríamos medir nuestros límites personales y estaríamos siempre vulnerables a situaciones riesgosas, sin reconocer su grado de gravedad. En ese sentido, cuando la amenaza es real y proporcional a nuestro miedo, estamos hablando de uno natural y manejable, uno que está cumpliendo su función evolutiva, uno que realmente nos está protegiendo.  

Pero cuando no hay una amenaza real y no queremos cerrar los ojos porque creemos que Freddy Krueger llegará, estamos en el espectro en el que debemos ponernos a trabajar en ellos ya.  

Eso pasa, en primer lugar, por reconocerlos. En aceptar que tenemos pensamientos que controlamos como otros que, si bien no dominamos del todo, podemos canalizar sanamente. Una forma de hacerlo se evidencia en la propuesta que recojo de la poetisa española Elvira Sartre, una revelación de 26 años que llena auditorios completos en cada presentación y propone lo siguiente: “No llames cobarde a alguien que tiene miedo, solo abrázalo y dile que, al revés de todo, los monstruos existen hasta que les pones nombre: solo los valientes lo hacen”. 

Ajá.  

Nunca fui valiente hasta que me convertí en madre y nunca tuve tanto miedo como el día que me enteré que lo iba a ser. Fue un tipo de miedo paralizador, un miedo de espasmos, de un honestísimo ¿y ahora qué? Sin abrazos consuelo que pudiesen calmarlo.  

Me imagino, aunque espero que no, que todos han tenido ese tipo de miedo. Ese miedo supremo al que yo llamo ‘la suma de todos los miedos’. Ese que nace de la incertidumbre total y encuentra eco en pensamientos recurrentes. En el caso de mi repertorio personal: no soy lo suficientemente buena, valiosa, entre otros tópicos (la lista se completa dependiendo del nivel de autocompasión con el que me encuentre). Es precisamente esa clase de miedo el que se convierte en obstáculo si no aprendemos a abrirle los brazos.  

La autora colombiana Amalia Andrade ha escrito un libro absolutamente encantador acerca del miedo: Cosas que piensas cuando te muerdes las uñas. En él sostiene que el miedo está más dentro de nuestra cabeza que fuera de ella. Suscribo cada palabra y agrego: esta noche, busquemos debajo de la cama a ver si encontramos esos monstruos a los que tanto les tememos. Mirémoslos con otra cara, extendámosles la mano y comencemos a ponerles nombre: cada acto de valentía cuenta. 

Esta columna fue publicada el 28 de julio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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