Tengo 40 años, una adulta completa, soy madre de dos adolescentes, pero, en el fondo, soy una niña. En el fondo, todos lo somos. Todos tenemos una parte de nuestro yo que no ha crecido del todo, nuestro niño interior con sus luces y sombras.
Para quienes no lo sabían, como yo, el concepto de niño interior fue originario de la terapia Gestalt y lo denominó como esa estructura psicológica vulnerable y sensible que se forma a raíz de nuestras experiencias vividas, tanto las positivas como negativas, definidas en nuestros primeros años de infancia. Claramente, dependiendo del tipo de experiencias vividas, ese niño puede ser alegre, optimista o alguien que va con miedo por la vida.
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Los invito a que hagan una pausa aquí y se pregunten ustedes mismos si reconocen a su propio niño interior.
Sucede que la vida misma se encarga de provocar que este niño se esconda en lo más profundo de nuestro ser y solo salga a luz en aquellas ocasiones donde necesitamos enfrentarnos con creatividad, entusiasmo y alegría a algún reto, o cuando, por ejemplo, sentimos miedos de cosas que de adultos ya no deberíamos sentir.
De hecho, aunque no nos demos cuenta, muchas veces es nuestro niño interior el que determina cómo nos comportamos ante la vida.
Por eso, es importantísimo que en los primeros años de nuestra infancia recibamos de nuestros padres amor incondicional, pautas y reglas que nos guíen y nos den estructura y, sobre todo, flexibilidad e independencia para asumir responsabilidades de acuerdo con nuestra capacidad.
Sin eso raramente podremos crecer como adultos responsables.
Padres que estén leyéndome: tomen nota, por favor.
Es en la niñez donde se producen nuestras principales heridas: si experimentamos una situación negativa y podemos solucionarla de una manera adecuada –reconociendo nuestras emociones, validándolas, transitando por el dolor y no corriendo de él–, entonces esta experiencia se incorpora en nuestro yo sin provocarnos daños. Si sucede lo contrario, sentimientos como la frustración, el miedo, la tristeza y la ira afectarían nuestro niño interior, que, además, cargará con todo el peso de los problemas que no se resolvieron. Son precisamente esos sentimientos los que saldrán a la luz más adelante.
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De ahí que al encontrarme agobiada y sobrepasada por no saber cómo criar hijos felices y no perfectos, decidí trabajar en mí, empezar terapia y descubrir hacia adentro cuáles eran esas heridas de mi infancia que me hicieron la mujer que soy.
Tenía mucho que sanar y todavía tengo –todos tenemos–, así que si se han sentido identificados en algún aspecto con estas líneas, les comparto unos consejos:
¿Cómo sanar a nuestro niño interior herido? Definitivamente no ha habido nada más poderoso y transgresor para mí que el psicoanálisis, pero es una inversión que, aunque vale 100%, no todos podemos desafortunadamente costear. Porque para sanar heridas de la infancia uno tiene que volver a su pasado sí o sí, revisarlo, recordarlo, visualizarlo, volverlo a vivir.
Un ejercicio maravilloso que implica mucho de nuestra imaginación es visualizarnos de niños y abrazarnos, querernos, aceptarnos. Lo ideal es que una vez que nos visualizamos de niños, no tengamos miedo de acercarnos y preguntarnos qué nos pasa, y ante eso, poder abrazarnos, comprendernos, besarnos, darnos protección y amor. Eso, aunque suene incomodo o ridículo.
Hay que repetirnos que a partir de ahora todo estará bien porque ya estamos a cargo.
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Si los ejercicios de visualización no son lo tuyo, puedes alimentar a tu niño interior permitiéndote cultivar tu imaginación a toda costa, soñando y creando, practicando disciplinas que conecten con tu espíritu; baila, canta, pinta, salta, ríe y llora sin miedo y sin pudor, rétate siempre, prueba cosas nuevas, no reprimas tus sueños porque todos, sin excepción, merecemos y necesitamos volver a ser niños de vez en cuando. //