Hay solo dos fechas en el calendario que tienen un simbolismo importante para mí: mi cumpleaños y Año Nuevo. Pienso que me obsesiona un poco el cierre de ciclos, y esos son dos días que huelen a libro nuevo. Son dos puntos de llegada y partida donde es difícil huir de la esperanza y el optimismo; una página que parece en blanco pero que en realidad lleva las marcas de los apuntes que se hicieron en las páginas anteriores. Empezar de cero es una ilusión pero en Año Nuevo es una ilusión colectiva. Por eso gritamos juntos el conteo hasta llegar a las 12. Todos queremos comienzos, exhumación de pecados, sentir que nos subimos a este vuelo sin equipaje. Todos queremos nuevas vidas en el juego, oportunidades frescas y relucientes de hacer las cosas distintas.
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Así nacen las resoluciones, estas bombitas de optimismo delirante que nos hacen trazar caminos por donde andar. Una y otra vez marcamos en el mapa los destinos. Una y otra vez, en la gran parte de los casos, no llegamos ni a salir de casa. Si hay algo más trillado que hacer resoluciones en Año Nuevo es no cumplirlas. ¿Nos falta voluntad? ¿Tiempo? ¿Determinación? ¿Todas las anteriores?
Lo irónico es que nuestra naturaleza es adversa al cambio. La idea de que la vida puede ser escrita con otra tinta es atractiva hasta que tenemos el lapicero en la mano. Lo que sea que estemos haciendo que ya no queramos hacer o viceversa está mucho más anclado en nosotros de lo que queremos reconocer.
Pienso entonces que más que hacer una lista de lo que hay que cambiar conviene enumerar aquello que nos conviene soltar. Somos todos más pesados de lo que imaginamos. Guardamos en nuestros roperos mentales mensajes de texto no mandados, frases desafortunadas que no debimos decir, frases geniales que debimos decir, un buzón de reclamos y sugerencias que repasamos obsesivamente, incendios contenidos, miedo a nuestra oscuridad, resoluciones de año nuevo no cumplidas, perdones que aún no cuajan, lágrimas en sala de espera, mentiras de patas cortas y larga duración, disfraces para cada ocasión donde nos asalta la incomodidad y una colección extensa de culpas y fantasías de lo que pudo ser. Almacenamos todo esto porque creemos que algún día puede sernos útil y porque nadie nos dijo que también puedes encariñarte con tu desorden; que acumular es la excusa perfecta para decir que no hay espacio para nada nuevo.
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Le llamo entonces “renuncias de Año Nuevo”. Mirar adentro y abrir jaulas, patear puertas, dejar entrar luz. Barrer, ventilar, reacomodar, regalar. Mirar con honestidad cada una de esas fechas de expiración y botar a la basura aquello que ya haya pasado su tiempo. Es un acto de perdón y reconciliación porque las cajas más pesadas que cargamos están llenas de aquello que aún tenemos esperanza de que pueda ser distinto. O de todos esos densos y pegajosos “que hubiera pasado si”. A veces los cambios que necesitamos vienen de aceptar que hay cosas que no podemos cambiar. Y así, en este proceso de limpieza, lograr quedarnos con lo mínimo, con eso que somos y que tenemos hoy, con sus luces y sombras. La idea es que podamos emprender el viaje de un nuevo año no necesariamente distintos pero sí más ligeros. //
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