Marruecos o por qué hacer lo impensado, de vez en cuando, por Lorena Salmón.
Marruecos o por qué hacer lo impensado, de vez en cuando, por Lorena Salmón.
Lorena Salmón

He llegado a África. Una buena amiga se casa en Marruecos en unos días.

Tenemos una agenda para todo el fin de semana, comenzando con un cóctel de bienvenida.
Somos, en total, 85 invitados. Conozco a cinco de ellos.
Además de algunos miembros de la familia de la novia, somos los únicos que hemos llegado de Perú.

Todos los demás son belgas, franceses, alemanes, italianos, estadounidenses. Todos hablan entre ellos francés (y con nosotros, muy simpáticos y empáticos, en inglés).

Marrakech es muy caliente –unos 30 grados constantes– y sorprendente. Dentro de su ciudad, color ladrillo rosa, y entre sus altos muros, se encuentran casas con siglos de antigüedad, lugares mágicos y maravillosos cuyo centro y eje principal es un patio que tiene uno o más árboles de naranjo. Habitaciones y salas y comedores rodean este espacio verde en uno, dos o tres pisos.
A este tipo de edificaciones se les llaman ‘riad’.

Nosotros nos hospedamos en uno que pertenece a unos amigos del padre del novio y que muy generosamente han prestado para la única y especial ocasión. Los padres del novio son una pareja de belgas, amorosa, simpática, muy elegante.

La casa es simplemente bella. Las habitaciones han sido decoradas con mucha inteligencia; cada espacio y cada pequeña cosa asombran por su detalle, acabado y significado.

Los árboles del patio central crecen por las paredes hacia arriba, haciéndose parte de la casa y llenándola de vida. Cada mañana abro la ventana del baño de mi cuarto y un pajarito se asoma y saluda. Como escena de película.

(También hay hospedajes modernos, fuera de la ciudad muralla).
Medina, la ciudad amurallada, es una locura en todo sentido: el tráfico es aún más intenso que el limeño y por callecitas angostas transitan y pelean por pasar motos a gran velocidad, carrozas jaladas por burros, hombres con triciclos, turistas con maletas y automóviles.

La mayoría de las calles está llena de comercios: esencias, canastas, alfombras, lámparas, zapatos, bisutería, de todo se vende.
El mercado es un laberinto donde negociar es la única y dinámica manera de hacer una compra. Y también de evitar ser estafado dolorosamente.

Si uno no habla francés, estará siempre en desventaja.
Uno de los atractivos de la ciudad es este mercado.
Otro, la plaza, que convoca a miles de turistas y cuentistas, bailarines, fruteros, zapateros, lectoras de manos, encantadores de serpientes, monos, jóvenes pateando la bola, carrozas con caballos, vendedores ambulantes.

El matrimonio no será aquí, sino en un espacio a 40 minutos de las montañas Atlas.

Dos detalles que rápidamente llaman mi atención: los cafés están llenos de mesas atiborradas de hombres mirando hacia la calle –no entre ellos–, todos con café y agua. No hablan, o lo hacen poco.
En cada cuadra de Medina puedes encontrar jarras, bidones o fuentes de agua con vasos y tazas para que cada uno se sirva y pueda seguir con su día en medio del inclemente clima africano.
Estar en África es surrealista y agotador, pero también muy especial. Los amigos del novio, con quienes estamos conviviendo, son encantadores: nos han ayudado a regatear con justicia.
Los padres de la novia y sus hermanas y familia, unos amores.
La familia del novio, amable y empática.
La comida, especialmente deliciosa.

La ceremonia simbólica la presidirá Andrea Pompilio, un italiano amoroso y fashion que es un reconocido diseñador de modas con gran éxito en Asia. Él ha llegado junto a su novio, el joven Alessandro Ovieda, que habla español a la perfección y se ha hecho rápidamente nuestro amigo.
Todo pinta de maravilla.

Estoy segura de que la fiesta será motivo de largas historias por contar.

En general, los viajes son experiencias que siempre suman y hacen crecer. Solo hay que andar con los ojos, la mente y el corazón abiertos para no perdernos nada y dejarnos empapar con todo. //

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