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Para el común de los mortales que los observa desde la platea, los bailarines del Ballet Municipal de Lima parecen seres de otro mundo. Se deslizan, giran y se elevan como si las leyes de la gravedad no fueran para ellos. Detrás de esa perfección existe, desde luego, años de trabajo constante con su materia prima, el cuerpo, además de mañanas de rutinas apuradas, viajes en transporte público, compras en el mercado, cansancio acumulado. Cuesta imaginar que esas figuras que desafían el aire también cargan mochilas escolares, o corren entre el tráfico para llegar a tiempo a un ensayo.
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Estamos en el final de temporada de la obra “El corsario”, en el Teatro Municipal de Lima. El hermoso edificio republicano ya cuenta más de un siglo de historia, pero no es tan antiguo como el arte que hemos venido a presenciar. El ballet nació en las cortes renacentistas, en tiempos de Catalina de Médici y el rey Luis XIV, y aún sobrevive a nuestra días gracias al esfuerzo de quienes lo practican. En el Perú, bailar ballet no es un camino hacia la riqueza, pero sí es una elección de vida para la que se requiere pasión y oficio.

Antes de la función, conocemos a Solange Villacorta y Rodrigo Blanco, primeros bailarines del Ballet Municipal de Lima. Esta noche, entre decorados arabescos, serán los enamorados Médora y Conrad. En la vida real, la historia no es muy distinta: Solange y Rodrigo se hicieron esposos en 2015 y desde hace seis años crían a su hijo, Joaquín, quien ya da sus primeros pasos de ballet en el colegio.
Rodrigo recuerda que conoció a Solange en 2013, cuando llegó desde Argentina como bailarín invitado para una breve temporada de “El corsario”, precisamente. No sabía mucho de Lima, ni del Ballet Municipal. Venía para unos meses. Solo para bailar. Pero cayó enamorado de Solange y de este país que se volvió su hogar. “Para mí fue amor a primera vista,” recuerda Solange, entre risas. “Me daba vergüenza hablarle. Me ponía nerviosa. Me pongo romántica cuando lo cuento”, se disculpa.


La historia de Solange con el baile empezó a los tres años cuando quedó maravillada con el flamenco. Fue un romance fugaz. “Me dijeron que era muy chiquita para hacer flamenco, pero me recomendaron que entrara a ballet... y de ahí ya no salí”, recuerda. A los nueve años, ingresó a la formación artística temprana de la Escuela Nacional de Ballet, y más adelante ganó una beca para perfeccionar su técnica en Estados Unidos. A los 18 volvió al Perú para ser bailarina solista del Municipal. Desde 2017, es primera bailarina.

Para Rodrigo Blanco los bailarines son como cualquier persona. El físico y la plasticidad no es un regalo, sino el resultado de años de entrenamiento. “Nosotros nos vemos como deportistas de alto rendimiento”, afirma. Más allá del escenario, su rutina diaria se parece mucho a la de cualquier matrimonio joven. Cada mañana, se levantan a las seis, preparan la lonchera de Joaquín, lo acompañan al colegio y luego cruzan la ciudad hasta el Teatro Municipal. Su vida está marcada por rutinas: marcar tarjeta, una hora y media diaria de clase frente a la barra, ensayos, luego a la obra o a dictar clases en la Escuela Nacional de Ballet, organizando eventos y noches armando mochilas para el día siguiente.
Danza de emprendedores
Como la vida de un bailarín en el Perú no se sostiene solo sobre los aplausos, los danzantes también deben ingeniárselas para sobrevivir fuera del escenario. Solange lanzó hace unos años su propia marca de ropa de danza, Sol Dancewear (IG: @soldancewear). “Siempre soñé con hacer algo mío, y después de la pandemia sentí que era el momento”, recuerda. Este año inauguró su primer ‘showroom’, donde recibe con cita previa a bailarinas no solo de ballet, sino también de ballroom, barré y pilates.

Otra bailarina que ha apostado por el emprendimiento es Mara Casafranca, quien en 2024 fue ascendida a primera bailarina del Ballet Municipal de Lima. Su historia también tiene ribetes de resiliencia. Dejó el ballet a los 16 años para estudiar Administración de Negocios Internacionales, una carrera que le permitía asistir a clases nocturnas y entrenar por las mañanas. Logró titularse y trabajó durante tres años en una oficina, pero la vida corporativa terminó asfixiándola. “Me di cuenta de que no podía pasar el resto de mi vida esperando que terminara la jornada laboral,” recuerda.
El regreso no fue sencillo. Cuando volvió al Ballet Municipal en 2013, tras más de dos años de ausencia, tuvo que aceptar un contrato como cuerpo de baile. Desde ahí reconstruyó su camino paso a paso, hasta alcanzar nuevamente los roles principales y, finalmente, el título de primera bailarina.

En paralelo, descubrió otra pasión: el diseño de tocados y accesorios. Así nació Lilium Tocados (IG: @lilium.tocados), su marca de piezas artesanales para novias e invitadas. “El mundo de las bodas es muy parecido al del ballet: todo tiene que ser perfecto, majestuoso”, explica. Lo que empezó en los camerinos —cuando fabricaba sus propios tocados para el escenario— se transformó en un emprendimiento que hoy crece con la misma paciencia y amor con que ella formó su carrera. //