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Bélgica, barrio de Héctor Lavoe.

Por Luis Miranda

Un rayo de sol golpeaba la risa de un Lavoe tatuado en el pecho del barrunto. Estábamos al fin en el mítico barrio Bélgica, luego de deambular por calles aún despeinadas por el huracán María, en un viaje que nos tomó una hora desde la capital –San Juan, Puerto Rico– hasta la ciudad sureña de Ponce.

Ponce, el nido de tantos genios mayúsculos de la música latina, cuna y también tumba postrera de Lavoe, que dejó de existir en Nueva York, pero está enterrado en el cementerio civil ponceño junto a la historia de su desgracia, porque así fue su deseo expreso. El mural reproducía la actitud jovial del ‘Jibarito’, retratado en aquella foto de Lee Marshall para el álbum De ti depende, un ícono enjoyado que se agiganta con el tiempo desde Manhattan hasta la calle Atahualpa, en el Callao, por obra de El Salsa, el pintor de Lavoes.

Como reza la letra de Calle Luna, calle Sol, aquí se debe andar con una mano en el bolsillo y tener cuidado. El barrio huele a negocio ilícito y los vecinos detestan a la policía con el mismo afecto que a los periodistas. Hicimos la foto y un grupo de muchachos nos echó de la cuadra. Cerca estaba el bar que guarda las anécdotas de quien empezó a cantar imitando el estilo socarrón de Chuito el de Bayamón, pero que se mudó a Nueva York porque nadie es rey en su tierra.

Ahora el llamado ‘Cantante de los Cantantes’ (porque era adorado por los mejores soneros) descansa en una tumba recién remozada, dicen que por las propinas que dejan los turistas, la mayoría peruanos y colombianos que idolatran los poemas humanos bailables que son el legado musical de quien supo antes de tiempo que todo tiene su final.

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