
Todo comenzó hace treinta años con una docena de gaseosas y seis cervezas. Juan Hernández (80), un viejo pescador con el mar en la sangre, nunca imaginó que el pequeño puesto que abrió por necesidad, cuando la artritis lo obligó a dejar la pesca, se convertiría en uno de los rincones más concurridos de La Punta. A las diez de la mañana, su local está lleno y una fila de clientes espera con paciencia su turno para probar el famoso pan con pejerrey en tempura. Es la especialidad de Don Giuseppe, el negocio que bautizó en honor a su abuelo. El manjar es una institución en el Callao, y en días de mayor afluencia apenas logran abastecer la demanda. “Vendemos 300 panes con pejerrey al día, pero la gente también viene por ver la cara de mi esposa, que es simpática”, dice entre risas. A su lado, doña Lidia Siles recuerda el día que llegó a La Punta desde Trujillo, siguiendo a su esposo, chalaco de toda la vida. “Cuando vine, todo era muy tranquilo. Nos conocíamos entre vecinos. Para mí, La Punta es el paraíso”.
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Hay algo especial en el temperamento de los punteños, una serenidad que contrasta con el vértigo insoportable de la ciudad. En La Punta, la vida transcurre a otro ritmo: las calles son apacibles, los autos avanzan sin prisa, el mar marca el compás de los días y los vecinos se saludan con la familiaridad de quienes han compartido años en el mismo lugar. “Es como un pueblo, de lo tranquilo que es”, dice Manuel Razeto, un tacneño cuyo abuelo llegó desde Liguria, Italia, al Callao a fines del siglo XIX. Desde entonces, su vínculo con La Punta ha sido profundamente emocional, tanto que decidió mudarse al distrito donde pasó parte de su infancia.

A su lado, su esposa, Leonor de Izcue, recuerda que hasta hace diez años ambos vivían en La Molina, lidiando con la distancia y el caos de la ciudad, hasta que se enamoraron del distrito. Lo primero que hicieron fue rescatar recetas familiares de auténtica comida italiana —pizza margherita, pansotti de ricotta y espinaca en salsa de nueces, spaghetti puttanesca— y abrir una trattoria que pronto se hizo famosa por sus sabores caseros y deliciosos. “Ahora puedo estar en el restaurante, meterme al mar un rato y regresar a seguir trabajando. Es una vida de verano que se prolonga todo el año”, dice con satisfacción.

HISTORIA DE UNA INMIGRACIÓN
Hasta mediados del siglo XIX, La Punta aún no tenía la reputación de balneario exclusivo de las clases acomodadas, fama que adquiriría décadas más tarde. Esta península comenzó a urbanizarse recién con la construcción del ferrocarril Lima-Callao, un hito que impulsó su desarrollo y conectividad. Antes de ello, la zona era prácticamente inaccesible. “La Punta se volvió un balneario de moda a finales del siglo XIX y durante los felices años 20″, explica el historiador Fabrizio Tealdo, quien ha investigado la evolución del distrito. La ausencia de oleaje en sus playas la hacía especialmente atractiva en una época en la que pocas personas sabían nadar. “Hay fotos donde se ve cómo se colocaban cuerdas en el agua para que la gente pudiera entrar con seguridad”, añade.


Durante esos años, La Punta se fue poblando, como todo el Callao, principalmente con inmigrantes europeos. La migración italiana, en particular, comenzó a afianzarse en la zona alrededor de 1910. “También llegaron alemanes, croatas y británicos, pero los italianos en particular se establecieron en gran número”, señala Tealdo. Entre ellos destacó Faustino Piaggio, genovés de nacimiento y exalcalde del Callao, quien fue un inversionista en inmuebles. Por aquel entonces, La Punta también era escenario de legendarios carnavales y fiestas como las organizadas por la Escuela Naval, inaugurada en 1912.


“Los carnavales unían tanto a la élite como a las clases populares”, comenta Tealdo, quien también advierte sobre el mito de que el distrito fue exclusivamente aristocrático o que la presencia italiana era abrumadora. El que ha sido punteño toda su vida, da fe de la diversidad que se respiraba y respira en la zona. “En el pasado, en una misma celebración podían coincidir eventos al estilo europeo, como las ‘noches venecianas’, con carnavales más folklóricos”, señala, lo que reflejaba el carácter abierto del distrito en su época dorada.

Con el paso de las décadas, el balneario fue perdiendo su exclusividad y transformándose en una zona ante todo residencial. A partir de los años 50 y 60, dejó de ser un destino turístico de la élite y se convirtió en un distrito de clase media. Y hubo una fuga masiva de habitantes. Si en algún momento se contaron más de 7 mil, actualmente la población llega a 4 mil.
PRESENTE Y FUTURO DEL DISTRITO
Las casonas de La Punta son otro de los atractivos del distrito. Las hay de todo tipo, desde aquellas con influencias árabes, como la famosa Casa Rospigliosi, ubicada frente al mar, hasta otras de estilo más tradicional, que han sido utilizadas como locaciones para series y películas de época debido a su encanto vintage. Algunos vecinos, motivados por la oportunidad, han comenzado a restaurar sus casas históricas, ya sea por el placer de vivir en ellas, alquilarlas en verano o incluso transformarlas en hoteles boutique. “La Punta es una isla de tranquilidad en medio de una Lima de locos”, dice Rodrigo Lecca, uno de esos vecinos que ha decidido invertir en la restauración de su casa, construida con madera y quincha. Antes de regresar al barrio de su infancia, trabajaba como gerente de proyectos y vivía en los Cerros de Camacho, pero el ritmo de vida en la ciudad terminó por agotarlo. “Me demoraba demasiado manejando. Era absurdo. Aquí, en cambio, el carro lo muevo una vez por semana. Todo lo hacemos caminando o en bicicleta”, comenta.

Para Ramón Garay, alcalde de La Punta, el distrito enfrenta múltiples desafíos, especialmente durante el verano, cuando recibe hasta 20 mil visitantes cada fin de semana. “La Punta tiene capacidad vehicular para 1.600 autos, de los cuales 900 pertenecen a residentes”, explica. Para evitar la congestión, se ha implementado un sistema de ingreso regulado: los vehículos solo pueden entrar cuando hay espacio disponible, lo que ayuda a mantener el orden en sus calles estrechas y apacibles. Otro de los principales problemas es el impacto ambiental generado por la ampliación de la Costa Verde, que ha provocado la acumulación de desmonte en La Arenilla y la pérdida de más de 450 metros de playa. No obstante, Garay resalta que el área ha evolucionado hacia un inesperado santuario natural, albergando ahora a 103 especies de aves migratorias. Con miras al futuro, su objetivo es recuperar La Arenilla no solo como un ecosistema protegido, sino también como un espacio de entrenamiento para los remeros peruanos y una posible sede para los Juegos Bolivarianos.
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