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Lima 1839

Por Aurelio Miró Quesada *, cortada en su parte superior por el cauce del Rímac, que separaba la parte principal de la ciudad del arrabal o suburbio de San Lázaro. Pero aquella parte principal se aproximaba en ciertos planos a la forma de un triángulo, por la manera cómo avanzaba por el sur la muralla de adobe que había hecho construir, entre 1684 y 1687, el Virrey Don Melchor de Navarra y Rocafull, Duque de la Palata. Ese cerco anchuroso, de suave talud y no muy alto, contaba con 34 bastiones dentados y con nueve portadas: la del Callao (que desde el triple arco que levantó el Virrey O'Higgins era la más hermosa), la de Martinete, la de Maravillas, la de Barbones, la de Cocharcas, la de Santa Catalina, la de Guadalupe, la de Juan Simón y la de Monserrate. De ellas solo seis estaban abiertas; porque las del Martinete, Monserrate y Santa Catalina se hallaban tapiadas. Por el lado Norte de la ciudad no había muralla (el río servía de defensa), y si se hablaba de las portadas de Guía y Piedra Lisa era solo de manera simbólica, ya que en ellas no había sino casetas de aduanas con su guardia para evitar el contrabando.

Dentro de esta área irregular, que se extendía por más de tres leguas españolas, no todo se hallaba construido. En los extremos del Este y del Oeste había varias huertas (la Huerta Perdida y la de San Jacinto, por ejemplo), y si las calles llegaban hasta allí perdían el trazo recto y ancho de las manzanas o "islas" del fundador Don Francisco Pizarro. Aun en el centro mismo, se podía ver muros corridos, pero detrás de ellos se encerraba una vasta pared sin edificar, ya que los 56 conventos, iglesias y beaterios se extendían aproximadamente 700.000 varas cuadradas.

 Después de la Guerra de la Independencia, su número había decrecido. El suizo Johann Jakob von Tschudi, que visitó Lima por entonces, señalaba entre las causas de esa disminución: los muertos de la guerra, los desterrados por la nueva República, los repatriados voluntariamente, las víctimas de las epidemias y los estragos de los terremotos.

Es verdad que, por las deficiencias de los censos, no se podía hablar con precisión. Durante el gobierno de Santa Cruz, en 1836, se hizo un recuento sobre la base de las contribuciones. Y basándose en él, con un pequeño aumento en el número de esclavos, José María Córdova y Urrutia, en su Estadística histórica, geográfica, industrial y comercial de los pueblos que componen las provincias del departamento de Lima, daba para la ciudad en 1839 la cantidad de 55.627 habitantes, que se distribuían de este modo:

Criollos, españoles y extranjeros 19.593
Indigenas 5.292
Negros y castas intermedias 24.126
Clero secular y regular 825
Esclavos 5.791

El cuidadoso Tschudi, en su Perú Reiseskizzen aus den Jahren, nos ofrece, además, otros datos. La parte más ancha de la ciudad, de la Portada de Maravillas a Monserrate, o sea, de Este a Oeste, medía 4.471 varas; y la parte más larga, del Puente de Piedra a la Portada de Guadalupe, o sea de Norte a Sur (sin contar el suburbio de San Lázaro, o de Abajo del Puente), alcanzaba a 2.515 varas. En las 419 calles de la ciudad, cada una con un nombre distintos y frecuentemente pintoresco, había 3.380 casas con 10.605 puertas exteriores; y se podía contar hasta 34 plazas y plazuelas.

A pesar de toda su leyenda, el ambiente general de la ciudad, por lo demás, era sencillo. Las casas eran de uno o dos, con muros de adobe y techos planos por la falta de lluvias, con una anchurosa puerta que se abría al zaguán, una puerta contigua para guardar los coches, ventana de reja, o con celosías de madera cuando se abrían en el medio piso, balcones morunos y cerrados que lucían sus cuerpos saledizos y que a veces doblaban las esquina y se extendían por decenas de metros (las "calles sobre los aires" de que hablaba Calancha) y en ocasiones, para otear el mar y gozar de la brisa, un airoso y gracioso "mirador", que descollaba entre las azoteas y las triangulares ventanas "teatinas" abiertas siempre al viento del sur. Las nuevas corrientes de afrancesamiento empezaban a abatir los balcones, o por lo menos a modernizarlos con unas manpáras de cristales; pero, en conjunto, la Lima de la iniciación republicana tenía el mismo recato virreinal, y sobre los muros bajos y severos y por entre los hierros retorcidos de los pescantes para los faroles, se observaba los juegos de torres y cúpulas, de campanarios y de miradores, que se recortaban sobre el cielo apacible, en el que a menudo ponían su sesgo y su negruras las molestas bandadas de gallinazos negros.

*Este es un extracto de la crónica publicada en 1964, a propósito del 125 aniversario de la fundación de El Comercio.

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