
Una tensión atraviesa el oficio de muchos grandes cronistas peruanos: la habilidad de iluminar vidas ajenas sin encender del todo la luz sobre la propia. Es una vieja escuela que muchos aún cultivan. Cuando Maria Luisa del Río llegó al periodismo en los años noventa, primero al extinto diario “El Mundo” y luego a Somos, lo hizo maravillada con esa idea de observar sin exponerse. “Me parecía increíble caminar, conocer gente y escribir entre la libertad y el anonimato. Podías pasar desapercibida pero firmabas tu artículo y todo el mundo te leía”, cuenta desde la sala de su casa, mientras su gata dormita en su regazo.
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Esa reserva, sin embargo, no ha guiado siempre su trabajo como escritora. En sus libros, y especialmente en el más reciente, “Se busca un final feliz”, el lugar de la observadora cede paso al de la protagonista. Ella se sienta al centro del relato, se nombra, se desnuda. Rompe la última coraza: la de las verdades familiares, las heridas no cicatrizadas, los traumas infantiles y juveniles y las visiones que le dejaron algunas plantas curativas de la selva. Parece la lectura de un diario personal, y por momentos, sí que lo es.

Sucede que Del Río escribe desde niña y la práctica de apuntar cosas, sobre lo que le pasa, le ha permitido tener documentada partes de su experiencia vital. Durante la pandemia, escribir fue una forma de conjurar la apatía. Similar cosa le pasó en un retiro a la selva al que fue para tratarse con plantas medicinales. Esa vez escribió tapada, carcomida por los mosquitos, y agobiada por el calor. Escribió casi para no volverse loca.
Muchas de esas experiencias habían sido tan intensas que durante años evitó por completo esos cuadernos. Era una forma de autopreservación. Pero diez años después de haber publicado su último libro, sintió que ese largo silencio debía romperse. Decidió que era momento de volver a esos escritos. “Sabía exactamente dónde estaban esos cuadernos, pero no quería abrirlos. No quería enfrentarme con la persona que había vivido esas experiencias extremas”, recuerda.
“Se busca un final feliz” es un libro de memorias en el que la autora reconstruye, a través de breves capítulos, su infancia, la relación con su padre, sus temores y contradicciones como madre/padre en una familia homoparental, y su vínculo profundo con la selva y las plantas sanadoras.

Se sentó frente a la computadora y empezó a volcarlos. El ejercicio le desató la memoria. Pronto comenzó a escribir desde cero sobre su infancia, sobre la vida de niña que llevó junto a sus padres y hermanos en una suerte de palacio en La Molina, una casa que alguna vez perteneció a un expresidente. Era un palacio prestado, nada más, en el que convivían la alegría de los juegos infantiles, los gritos y el miedo. “Mi padre era una persona que no controlaba su ira, gritaba mucho y eso no solo afectó a mi madre, sino que quizás nos llevó a nosotros mismos a recibir otros maltratos por la vida pensando que eso era lo normal”.

Más conflictos con instituciones autoritarias los tuvo a su llegada a un colegio de monjas. Sin embargo, el libro de Del Río no está escrito con ánimo de revancha. No tiene esa voluntad parricida que impulsa a tantos escritores a saldar cuentas. Aunque hay lágrimas —y un título que podría sugerir cierto pesimismo—, “Se busca un final feliz” no es un libro necesariamente amargo. Hay pasajes en que los recuerdos de María Luisa se vuelven tiernos, ligeros, como cuando revive travesuras juveniles en otro país o episodios de su etapa como cronista.
Entre ellos, destaca la crónica que escribió en Somos sobre los personajes que inspiraron “La casa verde” de Vargas Llosa, o aquella otra nota delirante con Mario Poggi, que empezó en su casa y terminó con él desnudo en la playa. “Me acuerdo que Poggi era el que tenía miedo. Tenía miedo de que llegue su papá y lo encuentre así”. Fue, literalmente, una conversación a calzón quitado. El de él.

También es el retrato de una época que hoy cuesta imaginar. “Yo viví 30 años sin Internet. Eso es inimaginable para mis hijas. Cuando hacía periodismo no había Google. No existía este ojo gigante encima de nosotros, mirándonos todo el tiempo”, dice. Incluso la relación con los padres era distinta. “Podía irme de viaje, desaparecerme un mes y nadie te llamaba. Nadie preguntaba”. Hablar del pasado autoritario, añade, también implica reconocer sus matices. “Celebro que, si bien faltó contención y abrazos, por otro lado sobró libertad”.
“Se busca un final feliz” no es un libro de respuestas. Es un libro que pregunta. ¿Qué hacemos con el dolor que no supimos nombrar? ¿Cómo se cría a unas hijas cuando una persona no fue del todo contenida? Hoy, cuando lo ve publicado, siente que algo se ha soltado. “Me siento como libre de ciertos traumas. Si la vida en adelante se presenta más tranquila, puedo estar conforme con haber vivido bastante.” Acaso ese sea su mejor final feliz. //
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