
En “Conversación en La Catedral”, Santiago Zavala —o Zavalita—, ese alter ego dolido de Mario Vargas Llosa, camina por la avenida Tacna, cruza La Colmena y se interna en un mediodía gris, bajo esqueletos de avisos luminosos, autos detenidos por el semáforo de Wilson y canillitas voceando los diarios de la tarde. Lima lo envuelve y lo agobia. Lima es su escenario y su condena. “¿En qué momento se jodió el Perú?”, se pregunta, mientras avanza hacia la Plaza San Martín. Y con él también avanza la literatura peruana del siglo XX. Cualquiera que haya leído al Nobel recordará su ciudad, gracias a esas descripciones tan vívidas que nos regalaba don Mario.
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Vargas Llosa era un escritor en el sentido más riguroso del término: declaró que le era imposible crear si no había detrás de sus historias una realidad que se pareciera a la realidad concreta. Por eso investigaba con libreta, tomaba apuntes, recorría lugares, escuchaba voces, antes de lanzarse a construir mundos ficticios. Muchos rincones del país estuvieron presentes en su obra, pero pocos tan magníficamente retratados como la cartografía de Lima. “Él se inspiraba en calles, plazas, esquinas que conoció, que habitó, principalmente las de Miraflores, las del Centro de Lima, las de Lima en general y las de Piura”, dice Luis Rodríguez Pastor, escritor, investigador de la obra de Vargas Llosa y creador de una serie de recorridos a pie que permiten redescubrir la ciudad desde las páginas del Nobel.
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Según la investigación de Rodríguez Pastor para una de sus rutas —la de los pasos de Zavalita—, la avenida La Colmena aparece diecisiete veces en su obra. En “Conversación en La Catedral”, Santiago la recorre entre la vigilancia policial, la tensión política y el humo de los cafetines. La plaza San Martín, por su lado, se multiplica: en “La ciudad y los perros”, es donde los cadetes esperan el tranvía hacia el Callao; en “Historia de Mayta”, es el escenario de un reencuentro entre antiguos compañeros de colegio.
Pero si hay un lugar de resonancia mítica en la obra de Vargas Llosa, ese es el bar La Catedral, antiguamente ubicado al final de la avenida Alfonso Ugarte. Es el sitio donde los dos personajes centrales de “Conversación en La Catedral” se encuentran. El lugar es descrito, como casi todo en esa novela, sin ornamento ni nostalgia: un bar maloliente y sudoroso, con el piso lleno de aserrín, que parece condensar un estado de ánimo. El protagonista ha llegado allí casi en la ruina moral, en busca de una verdad familiar que lo atormenta.



La Catedral ya no existe. Hoy es apenas un canchón en venta, en una zona áspera de la ciudad. Los bares de la plaza San Martín, todos cambiaron de nombre. Lo que sí permanece, tanto en la geografía como en la literatura, son los escenarios de “La ciudad y los perros”: el antiguo barrio rosa del jirón Huatica, en La Victoria, donde los cadetes iban a comprar afecto y atención de meretrices legendarias; y el colegio militar Leoncio Prado, que funciona hasta hoy y que Vargas Llosa convirtió en un personaje más, con su ambiente opresivo y brutal, reflejo de un país desigual y violento.

Miraflores, en cambio, es su territorio íntimo. Fue allí donde vivió junto a Julia Urquidi, su primera esposa, en la bonita quinta Los Duendes de la calle Porta. Es también el distrito al que volvió una y otra vez desde la ficción.

Sus calles, parques y avenidas aparecen en “Travesuras de la niña mala”, “Los cachorros”, “La ciudad y los perros” y en su última novela, “Le dedico mi silencio”. La calle Esperanza, la iglesia de Miraflores, el parque Salazar, Diego Ferré, Ocharán, Colón: todos forman parte de una Lima más personal, cargada de memoria. Hoy, esos lugares pueden recorrerse a pie, con la sensación de que la escritura de Vargas Llosa sigue presente en sus esquinas. //
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