
Si los nazis no hubiesen llegado a América del Sur con la finalidad de realizar un cableado telefónico que les permitiese conquistar esta parte del mundo, jamás se habría realizado la Copa del Mundo 1942 en la Patagonia argentina. Ellos, provistos con un supuesto balón de válvula automática fabricado en Hamburgo, desafiaron a italianos antifascistas, ingleses del ferrocarril, veteranos de guerra guaraníes, obreros polacos, almaceneros españoles, intelectuales franceses reforzados por chilenos y un combinado de mapuches y argentinos. Algunos eran hombres que ignoraban cómo patear una pelota y, en ciertos casos, potenciales futbolistas que nunca habían visto un partido, y como casi nadie se acordaba de las medidas oficiales de nada, se construyeron arcos de diez metros de largo por dos de alto. Las sedes se dividieron entre espacios al costado de ríos y prostíbulos, y los jueces, cuyo trabajo era ver que los jugadores no cogiesen la pelota con las manos ni que pateasen las cabezas de sus rivales caídos, eran uno que decía ser el hijo de Butch Cassidy y otro, un tal Casimiro, tío de un narrador de cuentos.
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