Ningún video de YouTube, ninguna web oficial de turismo, ningún blogger de viaje, tiene la definición exacta sobre lo que es Qatar a las cinco de la tarde: el país milagro donde se ha construido un milagro de arquitectura y tecnología. Un increíble pedazo de tierra en Medio Oriente, apenas tres veces más grande que Lima, que ha recibido como premio toda la paleta de colores: su cielo sin nubes, su mar turquesa, su atardecer fuego.
A este lugar se mudó la Copa del Mundo desde el domingo 20. Se queda hasta el próximo 18 de diciembre. ¿Qué pasa todos los días, ahora que dos millones de fanáticos sudamericanos y europeos la han invadido, amablemente? Esta es una crónica de viaje sin sentencias. Absoluta observación.
:quality(75)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elcomercio/4P3Y7QO6ZZGI3JV4JTOAP22IZM.jpg)
¿ALCOHOL O NO ALCOHOL?
Cada mañana, Doha amanece como si recién acabara de construirse. Como si fuera nueva. Un ejército de trabajadores por las noches se encarga de dejar la ciudad impecable, como si alguien hubiese ordenado un baño con detergente. Souq Wakif es una larga calle con dos bifurcaciones, que incluye, para turistas y locales, un mercadillo donde comprar artesanías en madera repujada o plata forjada a mano, y esos trajes largos de color negro llamados abaya. Por el otro se observa una interminable selección de restaurantes de comida egpicia, qatarí, turca, atestada de fanáticos sudamericanos —principalmente— por estos días de Mundial. Nadie tira un papel al suelo. Nadie abre ninguna lata de cerveza en las mesas. No corren ríos de ningún color por esta calle que desemboca en la preciosa bahía de Al Corniche. Hasta el cierre de esta edición, no se registró una sola pelea entre barras. La legislación catarí establece que “es un delito beber alcohol o estar ebrio en público”. En los estadios de Qatar 2022 no se puede beber: la multa podría alcanzar los 800 euros e ir preso, según me explica uno de los botones del Alwadi Hotel Gallery. Su cuarto piso mira este hormigueo de fanáticos que cantan y saltan, en perfecto estado de sobriedad. Sin embargo, la canción más entonada en la primera jornada mundialista en Qatar 2022 —Ecuador 2-0 frente al local—, por los fanáticos de la Tricolor fue, por lejos: “¡Queremos cerveza, queremos cerveza!”.
:quality(75)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elcomercio/CRBUJZH6TJDIFJV3NWO5FDYTBU.jpg)
Para ellos, hubo una buena noticia: la inteligente Budweiser puso a la venta una “cerveza Zero”, 0% de alcohol, 0% de azúcar y 69 calorías. Las vendían solo a los mayores de 21 años en los bajos del moderno Al Bayt, el alucinante Lusail y Al Janoub, los tres estadios a los que fui. Tocará ver si los 75 millones de inversión que puso Bud con el único fin de convertirse en sponsor oficial de Qatar 2022 regresan con esta decisión. Y recién decir salud. Sin cerveza hay paz.
Entonces uno se pregunta si la salida a nuestros males es solo esa, prohibir.
:quality(75)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elcomercio/2IKZAWO5QJGY3HOWWL7BP3U52E.jpg)
RESPETO Y MODERNIDAD
Una señorita ataviada con la tradicional abaya —el vestido negro que las cubre de pies a cuello— y la shayla —un pañuelo grande de algodón para cubrirse cabeza—, con zapatillas Converse. Unos niños no mayores de 12 años van cada uno con su ghafiya, otra prenda elemental de la sociedad catarí. En el caso de los varones, significa dignidad y autoestima. Para que no sea solo un largo camisón, los papás de estos niños les han comprado Crocs. Acalorados hinchas argentinos caminando por el malecón de Al Corniche, cerca de la bahía, gritando su euforia, soñando con el primer título mundial de Lionel Messi, dedicándole un cancionero entero a su archirrival Brasil, recogiendo sus botellas de agua. La policía catarí los mira, con esos ojos penetrantes y esas barbas bíblicas, y los aplauden.
:quality(75)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elcomercio/ZJR6C7ZBYFH7FNJRRBX7ZATKXA.jpg)
Ninguna de las normas previas que la peligrosa FIFA y el polémico Gobierno catarí acordó para visitantes y locales se ha quebrado. Es unánime ese respeto. ¿Puede ser una forma de enseñarle al señor emir Tamim bin Hamad Al Thani que su monarquía absoluta necesita revisión urgente y que las libertades deben tener el mismo tamaño infinito que sus castigos? Quizá. Carol Reali, preciosa brasileña, amable celebridad también peruana, influencer de 2,2 M de seguidores, ha llegado conmigo hasta Doha para ver el Mundial más extravagante de la historia. Cachaza me dice una noche post Fan Fest, sobre la vestimenta que llevaría al día siguiente, al primer partido de Qatar 2022: “Tengo una camiseta de tiritas pero mejor llevo una de mangas. Es mejor respetar”.
Sí. Es mejor.
LOS PERUANOS EN VIVO
¿Dónde está la hinchada peruana?, le pregunto a María Belén Rojas, que ha viajado por el mundo en ejercicio de su profesión —comunicadora—. Desde hace dos meses vive en Doha, donde es subgerente de medios de la sede Estadio Education City, de Qatar 2022. Belén es hija de Percy ‘Trucha’ Rojas, el ídolo de la selección, la ‘U’ e Independiente. “Trabajando somos un grupo de peruanos, conmigo 23. Y ya he sido designada para trabajar en la final. ¡Solo espero confirmación!”, me escribe feliz al WhatsApp, como si ella misma acabara de hacer el gol campeón.
:quality(75)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elcomercio/QMEBLUOMEJC3ZIAEYBNR3S6FWU.jpg)
Como ella, son algunos peruanos los que están aquí, disfrutando del Mundial. No es esa legión inmensa que peruanizó Saransk o Sochi. Cifras extraoficiales que maneja El Comercio arroja que serían menos de 300. La hinchada blanquirroja, la mejor del mundo en Rusia 2018, descansa.
:quality(75)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elcomercio/NK77PSNTLRAMDF5CHNTC7OE6D4.jpg)
Eso sí, diez peruanos vibramos aquí, tratando de estar a la altura. Casi todos forman parte del team vivo —la marca de smartphones patrocinadora oficial de la Copa del Mundo— y se ganaron el derecho de estar aquí sea por un sorteo o la excelencia de su trabajo. Los esposos Patrick Bustamante y Susana Alca compraron un teléfono celular. Lo buscó él para ella. Un día, mientras organizaba la vida de sus tres hijos, Susana recibió la llamada apurada de un joven que le anunciaba que su esposo había ganado un sorteo para dos personas, todo incluido, para ver la inauguración del Mundial.
—No le creía nada al joven, Miguel. Nada de nada. ¡Hasta que me insistió en que saque mi pasaporte ahora mismo!
Me cuenta esto mientras ella y Patrick dejan atrás el estadio Al Bayt de Doha, de una modernidad que uno verá solo en 2050 en Lima. Ella, una gorrita gilligan de Perú. Él, la bandera blanquirroja como capa de Superman. La única bandera nacional les pertenece y la flamean, mientras 60 mil personas caminan hacia los estacionamientos. Unos cataríes les gritan: ¡Perú! y ellos saltan, orgullosos. Alguien les toma una foto, solo para certificar el milagro: el fútbol nos ha devuelto la alegría. No importa que ahora no seamos cientos de miles. La alegría no se irá más. //