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Playa Tortuga

Yo tenía 10 años el día que por primera vez me dedicaron una canción. Verano de 1991. Él, la misma edad, los cabellos revueltos, un short rojo y unos ojos que me observaban a veces a lo lejos mientras yo intentaba nadar sin éxito de un extremo al otro de la playa. Me lo mandó a decir con mi hermana menor: “Dice A. que le gustas y que te dedica Rayando el sol”. A mis pocos y cursis años me creería que llegar al sol era más fácil que a mi corazón (oeooo). Ese verano en Tortugas sería la primera y única vez que le pedí permiso a mi madre para tener enamorado. Dijo que no. Rayando el sol, desesperación.

A volví todos mis veranos adolescentes. Partíamos de la casa en la avenida Pacífico, luego de llenar la maletera del auto con todo lo necesario para casi tres meses de vida. Ir a la playa era casi una mudanza: juegos de sábanas, vajillas, ropa, toallas, dos perros, cuatro hijas y dos padres nos apiñábamos en el Dominguero, una station wagon color blanco, bautizada de esa manera por los amigos de mis hermanas mayores, ya que el auto solo salía de la cochera los fines de semana. El camino desde Chimbote no era muy largo (43 km). Después de media hora, bajando una cuesta que me parecía enorme, allí abajo –a lo lejos– se revelaban un montón de casitas vueltas puntitos de colores alrededor de una bahía enorme, con el mar color verde más apacible del mundo. Y la felicidad escrita en color celeste sobre un arco de cemento que a duras penas se mantenía en pie: “Bienvenidos al balneario de Tortugas”. Al cruzarlo, dos kilómetros de una pista en mal estado nos conducían al paraíso. Al fondo, un cerro enorme con forma de tortuga nos recibía, hacia la derecha la zona conocida como San Germán y el Inca. Hacia la izquierda, el malecón de La Climática, la playa en cuya orilla crecen las piedras y en donde incontables noches jugaría a la botella borracha.

Ahí los días parecían siempre el mismo. Despertarse, comer la ensalada de frutas, caminar hasta el Bañadero, una zona de la playa donde se había construido una plataforma de cemento para poner las toallas y poder tirarse cuando la marea estaba alta. Nadar, secarse al sol, comer raspadilla de mango, nadar, tener cuidado de no pisar los erizos, secarse al sol, nadar, tener cuidado de no pisar las rayas, nadar, secarse al sol. Volver a casa, almorzar, escuchar a lo lejos sonar la trompeta de los helados y al heladero gritar: “Ya llego Valeroooo”. Pedir Bombones, ir a donde Mary’s o la Bahía –bodegas del lugar– para encontrarse a los amigos mientras suena de fondo Bob Marley. Sentarse a mirar a los grandes jugar vóley, volver a casa.

En esa época en Tortugas no había electricidad. Esta se generaba gracias a dos grandes grupos electrógenos que empezaban a funcionar recién a partir de las 6 de la tarde hasta las 12 de la noche. Como en casa no había terma, mis hermanas y yo desarrollamos una técnica para no tener frío cuando nos duchábamos al final del día. Esta técnica consistía en ponernos el champú sobre el cabello seco, cruzar la pista, evitar caernos en las piedras y zambullirnos de un porrazo en el mar, sin pensarlo y sin pisar las rayas, por supuesto. Lavarnos la cabeza rápidamente, salir corriendo, colocarnos la toalla, seguir corriendo directo a casa y a la ducha. No siempre lo logramos con éxito. Por las noches volvíamos a las bodegas: mi hermana menor y yo, a la Bahía; Sofi y Lore –las mayores–, con los grandes, a donde Mary’s. Teníamos prohibido volver a casa después de la medianoche. Además, volver después de la hora significaba pasar a oscuras delante de la casa embrujada, porque toda historia de adolescencia tiene casas embrujadas y la de Eloísa sí que nos daba miedo.

A menudo, cuando pienso en esos veranos en Tortugas, todos mis recuerdos parecen convivir en un mismo tiempo. Me cuesta separar lo que pasó entre un año y el otro. Todo se vuelve un lugar, un espacio delimitado por ese mar redondo en donde fui feliz, un lugar en donde salgo y vuelvo a entrar de todas las casas que una vez habitamos. Sin embargo, hay una escena a la que vuelvo siempre. De fondo, el mar, unas pequeñas casitas sobre unos cerros grises y el cielo desgastado. En primer plano, apoyadas sobre el Dominguero, mis tres hermanas y yo posando para una foto. A la izquierda, mi hermana menor ensaya una coquetería que sería su sello todo el verano; a su lado yo, con mi dentadura imperfecta usando mi traje de baño preferido; a mi derecha, Sofi lleva puesta una salida de baño tejida por mi mamá. Su cerquillo delata la época: verano del 1993, tal vez. Y a su costado, mi hermana mayor sonríe con un bronceado que la acompaña hasta el día de hoy. Ahí, en ese lugar delimitado ahora por una fotografía, mis hermanas y yo habitamos el recuerdo de los veranos más bonitos que alguien puede querer. Esa fotografía, que vive hoy en un álbum en el fondo de mi ropero, es pues el lugar al que yo siempre quiero volver. //

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