Lady Di

Negro como el luto que ahora visten sus hijos Guillermo y Harry, además de millones de fieles súbditos que seguían los pasos de con devoción, más allá de escándalos, fotos, poses, dimes y diretes. Mucho más allá del divorcio o del recorte de títulos nobiliarios. Y definitivamente más cerca de los suyos que de los de cualquier otro miembro de la realeza británica con toda la sangre azul del mundo congelándose en sus venas. De Carlos, en el futuro, sólo se hablará en silencio. 

Un gigantesco dedo se alza acusador buscando a los culpables del accidente. Fantasmagórico y terrorífico dedo, exactamente proporcional a las dimensiones que había alcanzado en el inconsciente colectivo, el mito de la princesa tímida que se convirtió en la mujer más imitada y admirada del planeta. Porque hace mucho tiempo que Diana había dejado de ser alguien de carne y hueso para el resto de sus comunes, torpes y mortales seguidores. Su imagen estaba hecha de aura y telarañas. Iluminada con la claridad que acompaña a los santos y perfilada con el oscuro trazo de sombras, angustia, pasión y desamor que nos corresponden a todos los demás por igual.

Ocupada hasta el fin en mejorar la condición de los enfermos de Sida y en luchar contra las minas unipersonales, la princesa aprendió a guardar un inteligente equilibrio entre sus labores de caridad a lo Teresa de Calcuta y las obligaciones que le imponían el glam, el status y su propio buen gusto en círculos de costumbres tan estrechas y fetichistas como el menor de los lentes de un sudoroso paparazzi. 

Por eso, a semejante mito, tamaño dedo. 

Dicen los cables que apenas ocurrido el accidente bajo el puente del Alma a medianoche, un grupo de transeúntes quiso linchar a los paparazzis que disparaban sin tregua en lugar de ayudar. (Diana aún estaba con vida, murió horas más tarde en el hospital por un paro cardíaco) El domingo 31 de agosto amaneció con los gruesos titulares dando la noticia y la prensa mundial delimitando posiciones con respecto a los paparazzis que fueron calificados como "Cazadores de presa", "Fotógrafos sin ética", "No son periodistas", "Parásitos de los ricos y famosos", "Aves de rapiña". Casi casi pasaron a la categoría de cucarachas, luego de que, unas semanas atrás, uno de ellos, Mario Brenna, fuera ensalzado como un semidiós al conseguir la primicia de Diana y Dodi para el Daily Mirror. 

Los siete paparazzis que perseguían a la princesa y el egipcio multimillonario tras ser rescatados de manos de los enfurecidos transeúntes, fueron puestos inmediatamente bajo la custodia de la policía francesa. El dedo los señalaba sólo a ellos hasta que el departamento de Criminalística dio su versión final: la sangre del chofer que conducía el auto, Henry Paul (41) tenía tanto alcohol como el contenido en diez vasos de vino. 

Estas fueron entonces las circunstancias de un accidente cuya magnitud ha sido comparada con la desaparición de John F. Kennedy. Una pareja enamorada tratando de evadir a la prensa luego de una cena íntima , un chofer acelerado por el alcohol y los atronadores escapes de siete motos, y los siete motociclistas, buscando febrilmente la foto del millón de dólares. 

El dedo acusador está girando. ¿Quién es el culpable? El juego de la ruleta ha comenzado una vez más. Finalmente se detiene sobre la cabeza de quienes inconsciente o vorazmente, en un kiosco al paso o en peluquerías y salones, nos hemos alimentado con las imágenes de una mujer que tenía sangre azul, talla de modelo, inquietudes de santa y los pies bien metidos en el fango de este mundo. 

Esta nota fue publicada 06 de septiembre de 1997 en la revista Somos

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