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Nora Sugobono

Esta misma mañana, antes de salir de Jesús María para embarcarse en el vuelo que lo llevará a Trujillo, el papa Francisco habrá tomado de desayuno un jugo de naranja, fruta fresca –ninguna con semillas; las tiene restringidas de su dieta– y pan. Como usted y como yo, digamos. 

Quienes se habrán encargado de revisar cada detalle –poner la mesa, servir los platos, recogerlos, tender las camas; todo desde muy temprano– son algunas de las 19 hermanas que vienen ocupándose de la atención del Santo Padre y su séquito –unas 11 personas– desde su llegada al Perú, el pasado jueves. El orden aquí, y para ellas, es imprescindible. Nada puede fallar durante estos cuatro días; la agenda es demasiado ajustada como para permitírselo. La suya propia, de hecho, empezó tres meses atrás. En noviembre pasado tres religiosas de la congregación Canonesas de la Cruz dejaron sus ocupaciones en distintos colegios y se instalaron en la Nunciatura Apostólica –institución que representa a la Santa Sede en un país; es ahí donde se hospeda el Papa– para velar por que así sea. Tres meses llevan preparándose, ensayando, anotando, esperando. Tres meses en orden.

A ellas se han sumado, mientras dura la estadía oficial, 16 religiosas pertenecientes a otras tres congregaciones: Hijas de María Auxiliadora, Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul y Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción. A cada una de estas congregaciones le corresponde un día, salvo el último. Todo funciona por turnos. Sigue habiendo orden.

El domingo 21 estarán juntas –las 19– para el almuerzo de despedida, el único que se servirá en la Nunciatura. El papa Francisco dará las gracias y partirá, poco después, a oficiar la multitudinaria misa que lo reunirá con cientos de miles de limeños en la base Las Palmas. Luego, saldrá de regreso a Roma.

Probablemente coma antes un lomo saltado preparado por la madre superiora Bety Failot en la cocina de la Nunciatura. Sin picante.

VESTIDA DE BLANCO
Marleny Anikama creció en Ica y supo que quería ser monja a los 13 años. Lo guardó como un secreto hasta los 16. Al salir del colegio tomó la decisión de consagrar su existencia a la vida religiosa. Sus hermanas pensaron que estaba loca; su madre supo apoyarla; a su padre le costó varios años entenderlo. “Como cualquier papá o mamá que piensa que los hijos están hechos para el matrimonio, para tener una familia”, cuenta hoy la hermana Marleny. Su padre quería que fuese psicóloga; pensaba que si ella entraba a la universidad
–lo hizo– eventualmente se olvidaría de la vocación que había elegido desde tan pequeña, inspirada por una religiosa del colegio donde estudió. No ocurrió. 

La adolescente salió de su casa, dejó atrás todo lo que conocía, y se unió a la congregación de las Canonesas de la Cruz. De eso ya han pasado dos décadas. “Háganse a la idea de que yo tengo un esposo y que me tengo que ir con él”, les dijo a sus padres al despedirse. Marleny se había casado con Dios.

“¿Qué más quieres? Es el esposo más fiel que vas a encontrar”, bromea la hermana Elizabeth Baén, colombiana de nacimiento. Baén y Anikama son las más jóvenes de un grupo elegido principalmente por los méritos personales de cada una. “En el Perú tenemos muchísimas congregaciones religiosas, afortunadamente”, explica monseñor Nicola Girasoli, nuncio apostólico en nuestro país y encargado de recibir al papa Francisco desde la puerta del avión. “Se habla de más de mil, pero no lo sabemos con exactitud”, añade. La presencia de cada una de estas mujeres durante los cuatro días de la visita forma parte, como dicen ellas mismas, del plan de Dios. 

ESPÍRITU Y VERDAD
El lenguaje es una cosa curiosa. Una sola palabra puede decir más de una persona que una oración completa. El término que las religiosas emplean para describir su vocación es particular. Para algunas se trata de una ofrenda. Para otras, es un llamado. Algunas lo consideran un regalo, un don; otras, una opción a la cual se responde con libertad. Marleny Anikama, Bety Failot, Jaqueline Freires, Carmen Jesús, Alicia Vidal, Bety Ramírez y Elizabeth Baén utilizan el vocablo que cada una prefiere. Pocos podrían entender –o catalogar– mejor que ellas lo que encierra la decisión de dedicar la vida a Dios. 

La hermana Alicia Vidal lleva la mayor parte de sus 53 años haciéndolo. De hecho, esta no es la primera vez que está cerca de un Sumo Pontífice. Treinta años atrás, cuando acababa de entrar al noviciado (“‘seminario’ lo llamamos nosotras”, dice), Vidal tuvo la oportunidad de ver de cerca a otro Papa: Juan Pablo II. “Estaba en la Nunciatura y me subí a una banca, como queriéndolo saludar”, cuenta. “El Papa dirigió su mirada hacia mí y fue una sensación que todavía me cuesta describir”, recuerda. Poco después, un cardenal le alcanzó unas estampas firmadas por el Santo Padre. “La gente se me abalanzaba. Me las tuve que poner aquí, en el pecho, para podérmelas llevar y dárselas a mis hermanas”. Desde el jueves, Alicia Vidal viene repitiendo la experiencia. El escenario en el Perú es, evidentemente, muy diferente del de 1985.

“Ser religiosa hoy es, sobre todo, un desafío”, explica la hermana Elizabeth Baén. “Nosotras no nos desentendemos de lo político ni de lo social ni de lo económico”, sostiene. “Estamos en el mundo, pero sin ser del mundo”.

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