(Ilustración: Nadia Santos)
(Ilustración: Nadia Santos)
Pedro Suárez Vértiz

El sexo ha sido una práctica hedonista desde siempre. El hombre es el único animal que intencionalmente lo practica por mero placer. Resulta indetenible en toda especie por ser el proceso único de reproducción. Pero en el humano va más allá de lo instintivo para pasar a ser un deleite planificado.

Mucho daño ha traído esto al equilibrio del hombre. El sexo, equivocadamente o no, se concibe como un acto de placer disfrutado por quienes comparten una reciprocidad de ‘ganas’. Es un tema muy llamativo por el tabú que representa. Solo se puede saber de él por experiencia propia o por boca de otros. Ambas fuentes son absolutamente subjetivas, lo que genera que la ‘racionalización’ del tema –con el perdón de los sexólogos– sea hasta hoy una utopía. Como decía John Lennon: “El sexo no ha encontrado todavía su lugar en la sociedad”.

Todos dicen: “Hay una diferencia entre tener sexo y hacer el amor”. Yo pienso, paradójicamente, y a pesar de mis debilidades y tentaciones, que el sexo debe ser meramente reproductivo. Es una lucha espiritual constante. Madonna –con tanta calle que Jay Leno se preguntaba qué tendría que hacer Guy Ritchie para sorprenderla en su luna de miel– dijo: “El sexo es la parte eufórica y de alguna manera la cúspide del afecto romántico. El amor es emoción y el sexo es acción”. Por más que Madonna no sea mi filósofa favorita, esta vez me sorprendió. El sexo sin amor no es algo repelente pero, en mi opinión, es un sexo al 10% de su real potencial. Por ello muchos lo abandonan cuando se enamoran de verdad y descubren el infinito gozo de tener sexo estando enamorados.

El famoso director de cine Woody Allen tuvo un sabio comentario al respecto, aunque muchos le dan el crédito al comediante Drew Carey: “El sexo sin amor es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es una de las mejores”. Esto genera énfasis en que el sexo es una actividad reconociblemente placentera, pero a la vez hueca para la mayoría. El porno, siendo radicales, es la ciencia ficción del sexo y hay que tener cuidado con eso, pues si bien saber técnicas sexuales aporta, el sexo sin amor va dejando de lado el espíritu hasta marchitarlo por completo.

Los filósofos, autores, músicos –en fin, personas con ‘mente abierta’– gozan discernir la vida a partir del sexo. El gran novelista Edgar Wallace señala que los intelectuales “son aquellos que han encontrado algo más interesante que el sexo”.

En Latinoamérica existe un machismo innato que daña el asunto. Se cree tontamente que somos de ‘sangre caliente’, como si las italianas, francesas, inglesas o españolas no lo fuesen. Este ‘orgullo’, que más deriva de un complejo, nos lleva a pensar que ser un amante frenético, cual conejito de Duracell, nos hace mejores. Nada más falso. La potencia meramente física y robótica resulta espantosa para una dama. Quien piensa que el coito es la esencia del sexo está totalmente perdido. Todo el cuerpo es un órgano sexual. Hay que pensar como mujer y entender que la verdadera penetración se da primero en la mente: “Mi amado pasó la mano por la abertura de la puerta y se estremecieron mis entrañas” (Cantar de los Cantares 5:4). Con tal compenetración todo será siempre maravilloso. Ahora, en lo físico, si entendiéramos la penetración como un ‘masaje interno’ para la mujer y no como la parca emulación de una máquina de coser, no habría el hastío sexual femenino que siempre suele darse.

La búsqueda del orgasmo también ha distorsionado el hermoso trayecto de hacer el amor. La mayoría vive el sexo como si fuera un ‘rasca rasca’ en busca del clímax, cuando el camino hacia el orgasmo puede ser más placentero aún. Mi papá siempre me hablaba del Tao y me encantaba. Luego encontré el resumen de tanta sabiduría en Slow Hand, un hermoso tema de Pointer Sisters: Quiero un hombre con una mano lenta, un amante con una caricia que llegue, alguien con quien pasarla sin empezar y terminar con ansioso apuro.

Esta columna fue publicada el 8 de julio del 2017 en la revista Somos.

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