Por Will Storr
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Drummond consiguió por fin realizar sus sueños. Había sido un largo camino desde que no pudo superar el acceso a la secundaria. Aquel triste acontecimiento lo había convertido en una gran decepción para su madre, pero sobre todo para su padre, que era ingeniero en una empresa farmacéutica. Este último nunca había mostrado un gran interés por él de pequeño; nunca jugaban juntos, y si se portaba mal lo inclinaba sobre el respaldo de una silla y le daba una zurra. Así eran los hombres de entonces. Un padre era objeto de temor y respeto. Un padre era un padre.Seguir a @tecnoycienciaEC !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Fue duro, ver pasar cada mañana frente a su casa a los alumnos de secundaria con sus gorras, tan elegantes. El sueño de Drummond siempre había sido llegar a director de una pequeña escuela en un pueblo tan perfecto como en el que creció, pero solo consiguió plaza en un instituto técnico como aprendiz de carpintero y albañil. Su asesor laboral casi se muere de risa cuando Drummond le habló de sus aspiraciones profesionales, pero no por ello cesó en su empeño. Luchó por hacerse un hueco en la universidad, y se convirtió en presidente del sindicato de estudiantes. Encontró trabajo de profesor, se casó con su novia de toda la vida y poco a poco se abrió camino hasta dirección, en un pueblo de Norfolk (Reino Unido). Tenía tres hijos y dos autos. Su madre estaba orgullosa, al menos. Fue así como acabó solo, sentando en un pequeño cuarto, y barajando la posibilidad de suicidarse.
Factores de riesgo
La impulsividad, la melancolía obsesiva, los niveles bajos de serotonina y la falta de dotes sociales son algunas de las vulnerabilidades que aumentan el riesgo de suicidio. El presidente de la Academia Internacional de Investigación del Suicidio, el profesor Rory O’Connor, lleva 20 años estudiando los procesos psicológicos que se esconden tras la muerte autoinfligida.
“¿Ha visto las noticias?”, me pregunta al conocernos. Los periódicos matutinos muestran los datos más recientes: en el 2013 se registraron 6.233 suicidios en el Reino Unido. Mientras que la tasa de suicidio femenino se mantiene más o menos estable desde el 2007, la de los hombres se encuentra en su nivel más alto desde el 2001. Casi ocho de cada 10 suicidios son masculinos -una cifra que lleva más de tres décadas en aumento. En el 2013, la causa más probable de muerte para un hombre de entre 20 y 49 años no eran asalto, accidentes de tráfico, drogas, o ataques al corazón, sino la propia decisión de no seguir viviendo.
Aquellos que se dedican al estudio del suicidio, o que trabajan en organizaciones benéficas de salud mental, están empeñados en convencer a los curiosos de que rara vez existe un único factor que explique una muerte autoinducida, y que la enfermedad mental, y más comúnmente la depresión, precede por lo general a ese evento. “Pero lo más alarmante es que la mayoría de los depresivos no se suicidan”, me comenta O’Connor. “Menos del 5% lo hacen. Así que la enfermedad mental no lo explica. Para mí, la decisión de suicidarse es un fenómeno psicológico. Aquí, en el laboratorio, lo que pretendemos es entender la psicología de la mente suicida”, agrega.
Estamos sentados en el despacho de O'Connor en el Gartnavel Royal Hospital. A través de la ventana, bajo un cielo sombrío, se alza la torre de la Universidad de Glasgow. Sobre un tablón de corcho se pueden ver dibujos de sus dos hijos -un monstruo naranja y un teléfono rojo. Oculta en el armario, una siniestra colección de libros: “Comprender el suicidio”, “Por su propia mano inocente”, y “Una mente inquieta”, la célebre crónica de la locura de Kay Redfield Jamison.
Perfeccionismo social
El Laboratorio de Investigación de Conductas Suicidas de O’Connor trabaja con supervivientes en hospitales, evaluando sus casos dentro de las primeras 24 horas tras un intento de suicidio, y haciendo el seguimiento de su progreso posterior. También llevan a cabo estudios experimentales para poner a prueba hipótesis sobre cuestiones como la tolerancia al dolor en personas suicidas, o los posibles cambios cognitivos tras períodos breves de estrés inducido.
Tras años de estudio, O’Connor descubrió algo sorprendente acerca de las mentes suicidas. Se llama perfeccionismo social, y podría ayudarnos a comprender por qué los varones tienden tanto a suicidarse.
Drummond se casó con Livvy, su novia de ojos marrones, a la edad de 22 años. Unos 18 meses después se convirtió en padre. Al poco tiempo ya tenía dos niños y una niña. El dinero era escaso, por supuesto, pero él era fiel a sus responsabilidades. Daba clases durante el día y trabajaba detrás de la barra de un bar por la noche. Los viernes acudía a hacer el turno de noche en el bar, de 6 de la tarde a 6 de la mañana. Dormía durante el día y regresaba a tiempo de hacer un nuevo turno la noche del sábado. Pero eso no era todo, ya que los domingos trabajaba en el turno del almuerzo en un pub; y luego de un pequeño descanso, regresaba al colegio en la mañana del lunes. No veía mucho a sus hijos, pero para él lo más importante era garantizar la comodidad de su familia.
Además de trabajar, Drummond también estudiaba. Decidido a hacerse con la titulación necesaria para ser director. Consiguió nuevos trabajos en escuelas mejores. Guiaba a su familia hacia un destino mejor. Sentía que era un buen líder. El marido perfecto. Solo que no lo era.
Cuando se es un perfeccionista social, uno tiende a identificarse con los roles y responsabilidades que cree tener en la vida. “No se trata de lo que uno espera de sí mismo” -explica O’Connor- “sino de lo que cree que piensan los demás; que ha decepcionado a otros, que ha fracasado como padre, como hermano, o lo que sea”.
Esto puede resultar especialmente tóxico, pues se están juzgando los juicios imaginados de otras personas acerca de uno mismo. “No tiene nada que ver con lo que la gente piensa realmente acerca de uno-asegura-, sino con lo que uno cree que ellos esperan. Lo verdaderamente problemático es que esto está siempre fuera de tu control”.
La primera vez que O’Connor supo de la existencia del perfeccionismo social fue leyendo estudios con sujetos universitarios norteamericanos. “Pensé que no sería lo mismo dentro de un contexto británico, y que no funcionaría con personas procedentes de entornos más adversos, pero vaya que sí. Es un efecto sorprendentemente robusto. Lo hemos estudiado en las zonas más desfavorecidas de Glasgow”, explica el experto.
Su primer estudio tuvo lugar en el 2003, con 22 personas que habían intentado suicidarse recientemente, más un grupo de control. Fueron evaluados mediante un cuestionario de 15 preguntas para medir cuán de acuerdo estaban con afirmaciones tales como: “el éxito está en trabajar todavía más para complacer a los demás” o “la gente no espera de mí menos que la perfección”.
“La relación entre perfeccionismo social y tendencias suicidas está presente en todas las poblaciones con las que hemos trabajado –dice O’Connor–, tanto entre los desfavorecidos como entre los ricos”.
Lo que aún no conocemos es el porqué. “Manejamos la hipótesis de que los perfeccionistas sociales son mucho más sensibles a las señales de fracaso dentro del entorno”, comenta.
Le pregunto si se trata de un fracaso percibido, a la hora de ajustarse a las expectativas, y sobre cuáles son los roles a los que los hombres sienten que deben ajustarse: ¿padres?, ¿proveedores?
“La sociedad está sufriendo cambios”, responde O’Connor, “ahora también tienes que ser el Sr. Metrosexual. Las expectativas son aún más grandes, hay más oportunidades para que un hombre pueda sentir que fracasa”.
Situación global
La capacidad de percibir las expectativas ajenas, junto a la catastrófica creencia de no estar cumpliendo con ellas, muestra un rápido crecimiento en Asia, cuyas tasas de suicidio se han disparado. Corea del Sur es el país peor parado de la zona; algunos cálculos aseguran que ya posee la segunda tasa de suicidios más alta del mundo. Cerca de 40 surcoreanos toman su propia vida cada día, según informes del 2011. En el 2014, una encuesta de la Fundación para la Promoción de la Salud en Corea, reveló que algo más de la mitad de sus adolescentes había tenido pensamientos suicidas durante el año previo.
El profesor Uichol Kim, psicólogo social de la Universidad Inha (Corea del Sur), cree que esto puede deberse en gran parte a la miseria desatada tras el vertiginoso paso del país de la pobreza rural a la opulencia urbana. Hace 70 años, el país estaba entre los más pobres del mundo, asegura el experto comparando su posguerra con el estado de Haití tras el terremoto del 2010. En el pasado casi todo el mundo vivía en comunidades agrícolas, mientras que hoy, el 90% vive en zonas urbanas.
Este cambio ha hecho añicos los cimientos de una cultura que, durante 2,500 años, había estado profundamente arraigada en el confucianismo -un sistema de valores que obtiene su sentido de la subsistencia en pequeñas comunidades agrícolas, frecuentemente aisladas.
“La vida giraba en torno la cooperación y el trabajo en común”, explica Kim. “Por lo general, se trataba de una cultura basada en compartir, dar y cuidar. Pero en la ciudad moderna es todo mucho más competitivo, más basado en la superación de logros”. El significado de éxito personal ha cambiado para la gran mayoría. “Ahora uno se define según su estatus, su poder o su riqueza, y esto no forma parte de la tradición cultural”.
¿A qué se deben estos cambios? “Un estudioso de Confucio, viviendo en una granja dentro de una aldea, podría ser muy sabio, pero nunca dejaría de ser pobre”, afirma Kim. “Hemos querido enriquecernos”, y como resultado, hemos sufrido una especie de amputación del significado personal. “Hablamos de una cultura sin raíces”.
También se trata de una cultura cuyo camino hacia el éxito está entre los más exigentes. Corea del Sur tiene el horario laboral más prolongado de entre todas las naciones prósperas de la OCDE, además de ser de los más estricto. Si fracasas como adolescente, es fácil sentir que has fracasado de por vida.
“La empresa más respetada de Corea del Sur es Samsung”, afirma Kim. Entre el 80 y el 90% de su plantilla proviene de tres únicas universidades. “A no ser que consigas acceder a una de ellas, no podrás conseguir trabajo en ninguna de las principales corporaciones”. (No he podido contrastar esta información con ninguna fuente anglosajona, pero de acuerdo con el Korea Joongang Daily, se han dado denuncias de parcialidad hacia ciertas universidades).
Pero se trata de algo más que la perspectiva de empleo para la juventud del país. “Si eres un buen estudiante obtendrás el respeto de tus profesores, de tus padres y de tus amigos. Serás popular, y todos querrán salir contigo”. La presión para conseguir este nivel de perfección, no solo social, puede ser inmensa. “La autoestima, la consideración social y el estatus, se combinan todos en una única meta”, asegura. Y “¿qué pasa si no lo consigues?”.
Por si fuera poco, además de todo el trabajo a tiempo parcial que hacía por dinero, y sus estudios, Drummond también realizaba labores de voluntariado que le quitaban aún más tiempo de estar con su mujer y sus hijos. Livvy, su esposa, se quejaba de lo mucho que trabajaba, decía sentirse abandonada. “Estás más interesado por tu carrera que por mí”, le insistía. Y el constante trasiego de las mudanzas de una escuela a otra tampoco ayudaba.
De la primera aventura se enteró mientras trabajaba de voluntario en un hospital de King’s Lynn. Una mujer le hizo entrega de un fajo de papeles; “son las cartas que tu mujer le ha estado escribiendo a mi marido”, le espetó. Tenían una alta carga erótica, pero lo peor de todo fue descubrir lo enamorada que Livvy había estado de aquel hombre.
Drummond se fue a casa dispuesto a enfrentarse a su esposa. Livvy no pudo negarlo. Estaba todo allí, de su propio puño y letra. Se enteró de todos los encuentros que habían tenido lugar en la calle del amante; con ella conduciendo calle arriba y abajo frente a su casa. Pero Drummond fue incapaz de dejarla; los niños eran pequeños, y ella le había prometido no volver a hacerlo. Así que decidió perdonarla.
Drummond solía ausentarse los fines de semana para hacer cursos de formación. Al volver un día a casa descubrió que el auto de Livvy había sufrido un pinchazo, y que un policía local le había cambiado la rueda. Aquello -pensó él- había sido muy amable por su parte. Un tiempo más tarde, su hija de 11 años le contó -cubierta en lágrimas- que había encontrado a su madre en la cama con el policía.
El siguiente amante de Livvy fue un visitador médico. Esta vez llegó a dejarle, si bien regresó a casa un par de semanas más tarde. Drummond lidió con ello de la única manera en que sabía hacerlo: resignándose. No era su estilo venirse abajo, llorar o patalear. No tenía amigos masculinos cercanos con los que hablar, y aunque lo hubiera hecho, es poco probable que hubiera dicho nada. No es el tipo de cosas que uno arde en deseos de contar, que tu mujer anda por ahí poniéndote los cuernos. Fue entonces cuando Livvy decidió que quería separarse.
Livvy se quedó con la casa y los niños tras el divorcio. Una vez pagada la manutención, no quedó gran cosa para Drummond, pero nadie lo supo en el colegio. Allí seguía siendo el varón modélico, el director de éxito y el marido con tres hijos en la flor de la vida. Pero aquello no podía durar. Un día se le acercó un monitor y le preguntó: “¿es cierto que tu mujer se ha mudado?”.
Para entonces ya estaba viviendo en una gélida habitación de alquiler en una granja a las afueras de King’s Lynn. Se sentía completamente devaluado como hombre. Estaba en la ruina y se sentía un fracaso, un cornudo; muy lejos de lo que todos esperaban de él. Su médico le recetó unas pastillas. Recuerda estar sentado en aquel lugar, en los humedales, y darse cuenta de que lo más fácil sería asumir sus pérdidas y acabar con todo.
Un perfeccionista social tiene unas expectativas inusualmente altas de sí mismo. Su autoestima pende peligrosamente de su capacidad para mantener un nivel, a veces imposible, de éxito. Ante el fracaso, colapsa.
Aún así, los perfeccionistas sociales no son los únicos en confundirse con sus objetivos, sus roles o sus aspiraciones. El profesor Brian Little, de la Universidad de Cambridge, es famoso por sus investigaciones en “proyectos personales”. Él cree que si nos identificamos tan estrechamente con ellos, es porque los acabamos integrando en nuestra propia concepción del yo. “Son sus propios proyectos personales”, como solía repetirles a sus estudiantes, en Harvard.
Responsabilidad del hombre
Según Little, existen diferentes tipos de proyecto, con diferentes cargas de valor. Pasear al perro no es menos proyecto personal que llegar a director en un bonito pueblo, o convertirse en un buen padre o un buen marido. Sorprendentemente, se cree que lo significativo de nuestros proyectos no influye tanto sobre nuestro bienestar. Lo que marca la verdadera diferencia sobre nuestra felicidad es si estos proyectos son o no realizables.
¿Qué es lo que ocurre cuando nuestros proyectos personales empiezan a desmoronarse? ¿Cómo hacemos para afrontarlo? ¿Existe una diferencia de género que explique por qué tantos hombres deciden acabar con sus vidas?
Sí existe. Se supone que, por lo general, un hombre, en su propio perjuicio, encuentra difícil hablar de sus dilemas emocionales. Y lo mismo ocurre cuando se trata de hablar de proyectos si estos empiezan a tambalearse. En su libro “Yo, yo mismo y nosotros”, Little escribe: “las mujeres obtienen provecho de dar visibilidad a sus proyectos y a los retos que afrontan en su búsqueda, mientras que un hombre prefiere reservarse esos problemas para sí mismo”.
Little también descubrió, como parte de un estudio sobre individuos en altos cargos directivos, otra diferencia relevante entre géneros. “No ofrecer resistencia a la corriente es una importante característica diferenciadora en los hombres”, nos cuenta. “Ellos están principalmente motivados para el avance, centrados en ir abriendo paso. Las mujeres se preocupan más por el clima organizativo, por cómo conectan con el resto. Creo que esto puede extrapolarse a facetas más allá del entorno laboral. No pretendo perpetuar estereotipos, pero los datos son lo suficientemente claros”.
Esta teoría encontró el apoyo de un informe muy influyente, publicado en el 2000 por el equipo de Shelley Taylor, catedrática de la UCLA, que trataba sobre las respuestas bioconductuales al estrés. Descubrieron que mientras los hombres tienden a mostrar una filosofía de ‘pelea o sal corriendo’, las mujeres son más propensas a ‘servir y relacionarse’. “Aunque una mujer pueda considerar muy seriamente el suicidio”, asegura Little, “dada su conectividad social, es probable que también piense: ‘por Dios, ¿qué será de mis hijos? ¿Qué pensará mi madre?’. Así que hay una cierta resistencia a llevar el acto a cabo”. En el caso masculino, la muerte podría entenderse como el salir corriendo definitivo.
Esta forma letal de huida requiere determinación. El Dr. Thomas Joiner, de la Universidad Estatal de Florida, ha centrado sus estudios en las diferencias entre los que barajan el suicidio y los que realmente actúan sobre su deseo de muerte. “No puede actuarse sin antes vencer el miedo a la muerte”, afirma. “Y creo que esto es lo que marca la verdadera diferencia entre géneros”.
Joiner nos habla de su vasta colección de vídeos de cámaras de seguridad y policiales, mostrando gente “con un deseo desesperado de quitarse la vida y que, en el último momento, vacilan por miedo. Es este momento de duda el que salva sus vidas”. ¿Significa esto que los hombres son menos propensos a flaquear? “Exacto”.
Tampoco deja de ser cierto que, en la mayoría de países occidentales, las mujeres intentan suicidarse con más frecuencia que los hombres. Si los hombres mueren más, se debe en gran parte al método escogido. Mientras que ellos optan por las armas o el ahorcamiento, las mujeres prefieren utilizar pastillas.
Martin Seager, psicólogo clínico y asesor de los Samaritanos, cree que esto demuestra que los hombres albergan una mayor intención suicida. “El método escogido refleja su psicología”, asegura. Por su parte, Daniel Freeman, del departamento de psiquiatría de la Universidad de Oxford, apunta a un estudio con 4.415 pacientes que pasaron por el hospital tras un intento de suicidio, y que revela una mayor intención en hombres que en mujeres. Aún así, la hipótesis sigue fundamentalmente sin investigar. “No creo que se haya demostrado de forma definitiva,” dice. “Pero también es cierto que sería increíblemente complicado de probar”, agrega.
La cuestión de la intención también sigue en el aire para O’Connor. “No estoy al tanto de ningún estudio decente sobre el tema porque tratarlo sería realmente complicado”, asegura. Pero para Seager la cosa está clara. “Los hombres consideran el suicidio una forma de ejecución”, afirma. “Un hombre se expulsa a sí mismo del mundo. Hablamos de una enorme sensación de vergüenza y fracaso. El género masculino se siente responsable de proveer y proteger a los demás, además de responsable de su propio éxito. Cuando una mujer pierde su empleo es doloroso, pero no pierde su sentido de la identidad, ni su feminidad. Cuando un hombre pierde su trabajo siente que ya no es un hombre”.
Esta es una idea que comparte el profesor Roy Baumeister, un célebre psicólogo cuya teoría del suicidio como ‘escape del yo’ ha tenido una gran influencia sobre O’Connor. Según Baumeister, “un hombre incapaz de proveer a su familia no puede considerarse, de alguna forma, ya un hombre. Mientras que una mujer nunca deja de serlo, la hombría sí puede perderse”.
En China no es inusual que un funcionario corrupto se suicide, en parte para que su familia pueda disfrutar del botín adquirido de forma indebida. Pero también para ahorrarse la vergüenza y la cárcel. El expresidente de Corea del Sur, Roh Moo-hyun, lo hizo en el 2009, tras ser acusado de aceptar sobornos. Uichol Kim dice que, desde el punto de vista de Roh, “se suicidaba para salvar a su esposa e hijo. La única manera -pensó- de detener la investigación era matarse a sí mismo”.
Kim aclara que la vergüenza no suele ser un factor de peso en los suicidios en Corea del Sur, si bien puede serlo en otros países. Chikako Ozawa-de Silva, antropóloga en el Emory College de Atlanta, nos cuenta que en Japón, “la idea es que al suicidarse, un individuo restablece el honor de su familia y salva al resto de la vergüenza”.
“El valor dado a otras personas se convierte entonces en una carga adicional”, explica Kim. La vergüenza individual puede filtrarse y mancillar al entorno. Bajo la antigua ley confuciana, serían ejecutadas hasta tres generaciones de los familiares de un criminal.
Tanto en japonés como en coreano la palabra ser humano significa humano entre. El sentimiento de individualidad es mucho más laxo en Asia que en occidente, y más absorbente. Se expande hasta incluir los grupos de los que uno forma parte. Esto implica un profundo sentimiento de responsabilidad hacia los demás que resuena profundamente en aquellos con tendencias suicidas.
La concepción de uno mismo, en Japón, está muy íntimamente vinculada a su función. Según Ozawa-de Silva, es habitual que la gente se presente antes por su título que por su nombre. “En lugar de decir, ‘hola, me llamo David’, en Japón dirán, ‘hola, soy el David de Sony”, asegura. Esto ocurre “incluso al relacionarse en entornos informales”.
En tiempos adversos, este impulso japonés de llevar el rol profesional al terreno personal puede resultar especialmente letal. “Llevan años -incluso siglos- glorificando el suicidio, probablemente desde los samurai”. Como la gente tiende a ver su empresa como si de su familia se tratara, “un director general dirá, ‘me hago cargo de la responsabilidad de la empresa’ y se quitará la vida. Y lo más probable es que los medios vean esto como un acto honorable”, asegura Ozawa-de Silva.
En Japón, noveno país mundial en el ránking de suicidios, se estima que dos terceras partes de los suicidios acontecidos en el 2007 fueron masculinos. “En las sociedades patriarcales lo normal es que la responsabilidad la asuma el padre”.
China ha pasado de tener una de las tasas de suicidio más alta del mundo, en 1990, a una de las más bajas. El año pasado, un equipo a cargo de Paul Yip, en el Centro de Investigación y Prevención del Suicidio de la Universidad de Hong Kong, descubrió que la tasa de suicidio había descendido del 23,2 por cada 100.000 personas a finales de 1990, al 9,8 por 100.000 en el 2009-11. Esta asombrosa caída del 58% se produce en un momento de grandes desplazamientos desde el campo a la ciudad, del mismo tipo que en el pasado reciente de Corea del Sur. Y, sin embargo, parece que con el efecto contrario. ¿Cómo puede ser?
Kim cree que China está viviendo una especie de tregua achacable a la ola de esperanza que siente la gente al encaminarse hacia una nueva vida. “Los suicidios aumentarán, sin duda”, asegura, señalando que Corea del Sur vivió descensos similares entre los 70 y los 80, cuando su economía estaba en rápida expansión. “La gente cree que será más feliz cuanto más rica, y concentrados en sus metas no piensan en suicidarse. Pero es distinto cuando alcanzas tus metas y no encuentras lo que esperas”.
De hecho, la esperanza en lugares desesperados puede resultar problemática, tal y como descubrió Rory O’Connor en Glasgow. “Formulamos la siguiente pregunta: ¿encuentras siempre beneficioso tener una visión optimista del futuro? Nuestra intuición nos hacía pensar que sí”. Pero al observar los “pensamientos futuros intrapersonales”, aquellos que no consideran otra cosa más que el yo, como “quiero ser feliz” o “quiero estar bien”, el equipo volvió a sorprenderse.
O’Connor evaluó en el hospital a 388 personas que habían intentado acabar con sus vidas, para después llevar a cabo un seguimiento de reincidencias los siguientes 15 meses. “Los estudios previos habían revelado una menor tasa de fascinación suicida en aquellos con niveles altos de pensamientos intrapersonales futuros”, nos cuenta. “Descubrimos que el mejor predictor de intentos futuros era el comportamiento pasado -nada del otro mundo- pero también esta cosa del pensamiento intrapersonal futuro. Y no en la dirección que hubiéramos pensado”. Resultó que la gente con mayor tendencia a este tipo esperanzador de pensamiento personal era más propensa a intentar suicidarse de nuevo. “Estos pensamientos pueden ser positivos en tiempos de crisis”, dice. “Pero, ¿qué ocurre con el tiempo, una vez te das cuenta de que nunca vas a alcanzarlos?”.
Algo que Asia y Occidente sí tienen en común es la relación entre los roles de género y el suicidio. Pero claro, es que los estereotipos occidentales sobre la masculinidad son mucho más progresistas, ¿no es cierto?
En el 2014, el psicólogo clínico Martín Seager y su equipo decidieron poner a prueba la definición cultural de lo que entendemos por ser hombre o mujer. Se sirvieron de una serie de preguntas cuidadosamente pensadas para hombres y mujeres reclutados a través de una selección de webs norteamericanas y británicas. Lo que descubrieron sugiere que -para los tiempos que corren- las expectativas que albergan ambos sexos en cuanto al concepto de hombre, siguen ancladas en los años 50.
“El primer requisito es ser un luchador, un triunfador”, explica Seager. “El segundo es el deber de proteger y proveer, y el tercero mantener la compostura y el control en todo momento. Si incumples cualquiera de estos requisitos es que no eres un hombre”.
Además, un ‘hombre de verdad’ no debe dar nunca muestras de debilidad. “Un hombre que pide ayuda será siempre objeto de burla”, asegura. Las conclusiones de este estudio reflejan -de forma notable- lo que O’Connor y sus colegas venían diciendo sobre el suicidio masculino desde su informe en el 2012: “un hombre se mide a sí mismo contra un ideal masculino que premia el poder, el control y la invulnerabilidad. Cuando un hombre siente que no se ajusta a este ideal, llega la vergüenza y el sentimiento de derrota”.
Tanto en el Reino Unido como en el resto de Occidente, a veces tenemos la sensación de que en algún momento, a mediados de los 80, decidimos que los hombres eran algo abominable. La lucha por la igualdad de derechos y la seguridad sexual de las mujeres, ha dado como resultado décadas de percepción del hombre como un abusador, violento y privilegiado.
Las versiones modernas del hombre, surgidas en oposición a estas críticas, no son más que criaturas risibles; el vanidoso metrosexual y el marido inútil que no sabe operar una lavadora. Entendemos, como género, que ya no se nos permite mantener la expectativa de control, de liderazgo, de pelea, de soportarlo todo con calma y resignación, de perseguir nuestras metas con tal determinación que no deje tiempo para amigos ni familia. Estas aspiraciones son ahora motivo de vergüenza sin razón aparente. Pero, ¿qué podemos hacer? Nuestra definición de éxito no ha cambiado, a pesar de los avances sociales, como tampoco lo ha hecho lo que entendemos por fracaso. ¿Cómo haremos para desmontar los impulsos de nuestra propia biología o los imperativos culturales, reforzados por ambos sexos desde el Pleistoceno?
Mientras hablamos, le confieso a O’Connor que hace tiempo, quizás 10 años, yo mismo le pedí antidepresivos a mi médico, temeroso de que me diera por hacer una tontería, y salí de consulta con la receta; “vete al bar y diviértete un poco”.
“¡Por Dios!” dice, frotándose los ojos con incredulidad. “¿Y eso ocurrió hace tan solo 10 años?”.
“Es cierto que a veces pienso que debería estar medicado”, le digo. “Y me avergüenza decirlo, pero me preocupa bastante lo que mi mujer pudiera pensar”. “¿Lo has hablado con ella?”, pregunta. Por un momento siento tal vergüenza que no puedo articular palabra.
“No”, contesto. “Y me tenía por alguien que se sentiría cómodo al charlar de estas cosas, pero ha sido aquí, hablando, que he caído en la cuenta. La típica mierda masculina”.
“¿Pero es que no lo entiendes? No es ninguna mierda”, dice. “¡Ese es justo el problema! En la narrativa actual se dice que ‘los hombres son una mierda’, ¿verdad? Pero eso es una tontería. No hay manera de cambiar a los hombres. Se les puede mejorar, no me malinterpretes, pero es la sociedad la que tiene que plantearse ¿a qué servicios, que nosotros podamos ofertar, estarían ellos dispuestos a acudir? ¿Qué ayuda podemos ofrecerles para cuando se sientan angustiados?”
Entonces me habla de una amiga suya que se mató en el 2008. “Aquello tuvo un impacto enorme sobre mí”, me dice. “No podía dejar de preguntarme, ‘¿Cómo es posible que no te hayas dado cuenta? Por Dios, llevas años dedicado a esto’. Me sentía un fracaso. Le había fallado a ella y a todo su entorno”.
Esto, a mí, no hace más que recordarme al perfeccionismo social. “Ah, claro. Es que yo soy un perfeccionista social”, asegura. “Soy hipersensible a las críticas sociales, aunque se me da bien ocultarlo. Tengo una desproporcionada necesidad de complacer y soy muy propenso a creer que he fallado a los demás”.
Otro de sus factores de riesgo es la melancolía obsesiva, los pensamiento enredados. “Soy un perfeccionista social y un melancólico obsesivo, sí, sin lugar a dudas”, asegura. “Cuando te vayas me pasaré el día entero, y luego la noche, rumiando, ‘vaya, no puedo creer que haya dicho eso’. Me voy a matar“, hace una pausa, y corrige, “me voy a castigar mucho con esto”.
Le pregunto si él se considera en riesgo de suicidio. “No metería la mano en el fuego”, dice. “Creo que a todo el mundo se le pasa por la cabeza en algún momento. Bueno, no a todo el mundo, pero está demostrado que sí a mucha gente. Nunca he estado deprimido o mostrado tendencias suicidas, gracias a Dios”.
De vuelta en su gélido cuarto, en una granja en los humedales de Norfolk, Drummond sigue sentado con sus pastillas y sus ansías de tomárselas. Lo que salvó su vida fue la curiosa coincidencia de haber sido voluntario en el grupo los Samaritanos. Un día fue allí, no a escuchar -como hacía habitualmente-, sino a hablar durante horas. “Sé por propia experiencia que hay un montón de gente que debe sus vidas a lo que allí se hace”, nos cuenta.
Drummond ha vuelto a casarse y sus hijos han crecido. Han pasado 30 años desde aquella ruptura. Incluso ahora, todavía le resulta doloroso hablar del tema, así que no lo hace. “Supongo que uno hace por enterrarlo, ¿no?”, dice. “Se espera que lo afrontes como un hombre, y no lo hables con nadie. Eso no se hace”.
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