Lorena Salmón: "Los chicos de mi vida"
Lorena Salmón: "Los chicos de mi vida"
Redacción EC

Mi abuelo paterno era un hombre grande, moreno, alto. Siempre llevaba guayabera, aquella típica camisa cubana, abierta de par en par, dejando ver un bividí blanco, clásico y básico, que había hecho parte de su estilo personal. El suyo era un uniforme que completaba extrañamente con un pantalón de vestir (formal) y unas pantuflas o sandalias estilo serranas (pero no de caucho) con medias blancas. Sí, quizá haya sido el único capaz de llevar medias blancas sin desentonar.

Yo tenía una adoración particular por aquel hombre que no trabajaba y el día entero se la pasaba en casa fumando, coleccionando cajitas de fósforos y rezándoles en un altar a sus santos, todos los que se puedan imaginar. Viví con él los primeros años de mi vida y los atesoro en mi corazón, sin que ningún recuerdo que mantengo vivo de él se pierda.

Mi abuelo materno llevó uniforme de verdad: fue marino e impecable al vestir. Si bien no guardo tantos recuerdos con él, elijo recordarlo con su uniforme blanco, inmaculado y una espada (dicen que nuestra mente tiende a inventar recuerdos y mantenerlos vivos como si hayan sucedido). Pues elijo rememorarlo así y jamás desprolijo.

Crecí enamorada de mi papá, como me imagino la mayoría de las niñas, pero en este caso particular, mi padre siempre fue un hombre más que guapo. De hecho, las historias de las decenas de corazones que partió y los suspiros que despertaba en su barrio de Pueblo Libre son legendarias.

Una vez salió en un comercial de automóviles, manejando. No recuerdo la marca, mas sí el color, rojo. Lucía guapísimo, sonriendo a la cámara con esa sonrisa y esos ojitos azules (los únicos de los hermanos Salmón, como diría mi abuela). Cada que vez que lo veía, yo decía: ese es mi papá.

Durante mi adolescencia rebelde y andrógina (les he contando que antes me vestía como hombre o al menos lo menos femenina posible) buscaba y rebuscaba en su clóset tratando de encontrar ropa suya para mí. Llevé conmigo hasta que se hicieron pedazos dos prendas ‘íconos’: un polo de algodón, quizá el algodón más delicioso que probé jamás, que mi papá usó en los años 80 para participar en una carrera (acaso la única de su vida) en Barranca. Atesoré ese polo hasta que se hizo jirones; literal. La segunda fue una casaca de corduroy marrón que mi papá usó en un  maravilloso viaje familiar al Cusco, la primera vez que fui en mi vida, a los 7 años. Cuando encontré esa casaca abandonada en su clóset la hice mía sin decirle nada. Para mí representaba la felicidad absoluta de ese viaje donde mi papá había sido la estrella, desplegando como siempre ese carisma increíble que lo hace tan, pero tan querido por propios y ajenos. La usé mucho tiempo, esperando verme igual de cool, igual de divertida, igual que tú, papi.

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