Natalia Parodi: "Roommates"
Natalia Parodi: "Roommates"

Cuando teníamos 18 años, mis dos mejores amigos y yo decidimos irnos a vivir juntos. Nos parecía de película: tres amigos lejos de la supervisión parental, divirtiéndonos como nos diera la gana, nos acostaríamos a cualquier hora, comeríamos lo que quisiéramos, ordenaríamos nuestra habitación cuando se nos antojara, sin pedir permisos, jugando a ser independientes y libres.

Ese sueño duró poco. Bastó con sacar números y ver que las propinas no alcanzaban para mantenernos, pagar la luz, el agua y el alquiler, limpiar la casa y los baños, lavar los platos, la ropa, las toallas y las sábanas, comprar la comida y los artículos de limpieza, cocinar, ufff… Tomar conciencia de todo eso mató los deseos de libertad.

Lo que se quedó por un buen tiempo fue la idea de que vivir con algún roommate sería lo máximo, aunque la vida se encargó de demostrarme que la convivencia –con amigos, pareja, hermanos o padres– es siempre compleja. Que tanta cercanía puede conectarnos a niveles profundos, tiernos, divertidos y cómplices, pero también puede hacer que los pequeños defectos o particularidades de cada quien se magnifiquen –como cuando una lupa muestra todo más grande de lo que es– y causar incomodidad, choques e incluso resquebrajar el vínculo.

Dos personas que se caen bien no necesariamente conviven en paz. Puede ocurrir que se entusiasmen con vivir juntos, para que luego descubran que sus hábitos hogareños chocan demasiado. Por ejemplo: uno quiere que la casa esté impecable y ordenada, mientras que el otro siente que paga por su derecho a dejar todo como le dé la gana. Uno es territorial, y el otro visita a su compañero en piyama y conversa hasta cansarse. Uno siente que puede invitar a su pareja a dormir las veces que quiera, pero el otro cree que es una invasión. Y de pronto, resulta que convivir no era tan fácil, ni los acuerdos tan obvios. Vivir con un amigo puede ser tan desafiante como con una pareja: en ambos casos la química es importante tanto como la confianza, la consideración y la capacidad de comunicarse sanamente.

Mi roommate favorita fue Daniela. Cuando llegó parecía muy formal. Ambas nos observamos cautas y cordiales la una a la otra. Pero pronto descubrió que yo solía dejar en el área común una mantita para el frío y una almohada por si me diera sueño. Yo pensé que quizá le molestaba que no las guardara, pero nunca las moví. Hasta que un día la encontré tomando un café, usando mi almohada y tapada con mi mantita. Aquello me divirtió y supe que éramos más parecidas de lo que suponía: yo más alborotada, ella aparentemente perfecta, pero ambas relajadas y respetuosas con respecto a la otra. Daniela resultó ser buenísima amiga, cálida, directa y divertida. Ser diferentes no importó tanto.

¿Qué hizo que funcione? Tal vez la tolerancia y la flexibilidad de expresar claramente lo que necesitábamos, sin exigirlo. Eso no garantizó que la otra hiciera lo que quería, pero quizá inspiró a tenerlo en consideración.

Ser roommates es un reto. Tu compañero de piso puede no volverse tu amigo, ni salir a fiestas contigo, pero sí será quien te vea recién levantado, resaqueado, deprimido si no te puedes levantar de tu cama, nervioso o entusiasmado por algo, estresado al llegar del trabajo. Él estará allí cuando ya no intentes quedar bien con nadie porque en tu casa serás tú mismo.

Compartir la casa forma un vínculo íntimo e importante. Y la experiencia puede fluir fantásticamente o no fluir en absoluto. Eso solo lo sabrás cuando lo vivas. Pero es una experiencia que no solo te hará conocer mejor al otro sino a ti mismo, al descubrir cómo te afectan y reaccionas a algunas cosas que no imaginabas.

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