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Viaje íntimo a la Riviera Italiana - 7
Redacción EC

Por Renato Cisneros

En setiembre del 2013, durante el concierto de Andrea Bocelli en el Estadio Nacional de Lima, mientras cantaba “Senza fine”, mi novia Natalia y yo nos quedamos boquiabiertos con las imágenes que se proyectaban en las pantallas gigantes instaladas a los lados del escenario. Era un video de la presentación que el tenor  italiano había hecho un año atrás en la plazoleta de Portofino, una pequeña villa de la riviera italiana, a unos treinta kilómetros de Génova.

Esa misma noche, ya en casa, dedicamos varios minutos a admirar vía Google las vistas típicas de Portofino: las hileras de casitas enclavadas en la montaña, los botes y yates atracados en el mediterráneo, la vegetación de los acantilados que rodean el pequeño puerto. No sabíamos cuándo, pero sí que algún día tendríamos que estar allí. No fuera de esas postales, sino dentro.

Hace un mes me invitaron a Milán, , a participar de un evento literario. Antes de viajar, revisé el programa y vi que al final tendría dos días libres. “¿Por qué no me acompañas?”, le dije a Natalia, “podríamos ir a alguna ciudad cercana que no conozcamos”. De inmediato se puso a navegar por Internet y, a los minutos, con los ojos achinados, gritó: “¡Portofino está a solo dos horas en tren! ¡Vamos!”.

La postal por dentro

Cuando bajamos del vagón del tren ya teníamos decidido hospedarnos en la caleta de Santa Margherita de Liguria, conocida como ‘la perla del Tigullio’, a solo veinte minutos y quince euros en ferry de nuestro paradero final. Dejamos nuestras maletas, buscamos una embarcación turística en el muelle central y enfilamos hacia Portofino.

Cuando la nave hizo una última maniobra y quedamos cara a cara con la caleta, nos quitamos los lentes de sol: ese esplendor había que captarlo con las retinas, sin interferencias. En ese instante tomamos cientos de fotos pero ni siquiera las que creíamos perfectas le harían justicia al paisaje.

Un paseo íntimo a la naturaleza

Apenas atracamos, advertimos un tumulto en el malecón: una pareja de recién casados, achicharrados pero felices, posaba frente a una turba de amigos o parientes. Los pasamos de largo para internarnos en las encantadoras callejuelas de piedra, llenas de tiendecitas cálidas, mesas rústicas y edificios de colores decorados con relieves arquitectónicos pintados a mano.

Natalia propuso ir en dirección de los árboles, recorrer la geografía empinada del lugar y llegar hasta la cumbre donde se hallaba la solitaria iglesia de San Martino. “Necesito una chela primero”, fue lo único que atiné a decirle antes de invitarla a un calmado mirador desde donde pudimos absorber la belleza de Portofino de un porrazo, sin agitarnos.

Lo demás es lo de menos

Dicen que por esta villa de solo quinientos habitantes deambulan famosos actores de Hollywood; que los escaparates de Rolex, Chanel o Dior son los más buscados por los visitantes; y que por la estrecha carretera que da vueltas en espiral a la montaña se alcanzan a ver autos lujosísimos. Quizá sea cierto, pero nosotros no vimos ni actores, ni joyas ni autos. Estábamos demasiado distraídos. Primero nos perdimos en una playa oculta, nos remojamos en un mar de aguas tibias, dimos vueltas por el faro y, antes del atardecer, con un sol todavía generoso, nos sentamos en la terraza del restaurante Jolly, a centímetros del mar, con los peces rozando nuestros pies, para dar cuenta de los tagliatelle al pesto más notables que recuerden mi paladar y mi estómago. Al primer bocado, de la pura dicha, casi me pongo a cantar como Bocelli.

 

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