verónica linares
verónica linares


​Ha pasado más de una semana de la tragedia en los altos de la galería Nicolini y nos seguimos preguntando quién tuvo la maldita culpa: el tal gringo que encerraba a los trabajadores, los dueños del container, los que alquilaron el lugar y crearon una empresa de falsificación de marca de fluorescentes, los representantes de la empresa JPEG que construyeron estas trampas mortales de metal...

Quizás sea la Municipalidad de Lima que cierra casi de manera autómata locales inseguros sabiendo que al día siguiente seguirán funcionando. O es el marco legal, que, según el área de fiscalización metropolitana, colabora con la informalidad impidiendo que puedan actuar de manera enérgica.

Otros, han mirado al Ministerio de Trabajo por no proteger a los jóvenes esclavos, aunque la Sunafil se ha apresurado en explicar que no tiene competencia sobre las microempresas. Lo que significa que, para ellos, esta empresa no existía para el ojo del control.

Ha sido indignante ver la lavada de manos de todas las autoridades. No sé si no les interesa o si no se han dado cuenta de que por salvar sus pellejos están dando el peor mensaje posible: no teman sacarle la vuelta a la norma, sigan delinquiendo porque hay lugares a donde la fiscalización no entra. ¡Qué siga el caos!

Y en medio de tanta irregularidad las autoridades nos piden que esperemos los procesos. Porque nosotros sí tenemos que cumplir con la ley. La policía dice que no puede detener a nadie porque se necesita la orden de un juez, y el Poder Judicial tampoco puede actuar si el Ministerio Público no hace un pedido. Y como los fiscales recién han podido entrar al lugar donde murieron Jovi y Jorge Luis, porque existía el peligro de que el fuego se reavivara, estamos al inicio del largo camino para conseguir justicia.

Han sido días tristes, llenos de decepción. No he podido ver las imágenes que los chicos grabaron desde el interior del container, tampoco he podido ver a los ojos a los padres de Jovi ni de Jorge Luis porque siento que no podré aguantar estallar en llanto frente a cámaras.

He llegado a sentir vergüenza de vivir en el Perú. Yo también tengo ganas de decirles a las autoridades que se lleven a dónde les dé la gana sus leyes blandas para los que delinquen y las estrictas, que operan para el resto; de mandar todo al cacho o, como dicen los políticos, patear el tablero: botar a todos y meterlos a la cárcel. Sin juicio, sin el debido proceso, sin ninguna norma que los proteja, así como tampoco nadie protegió a esos jóvenes.

Y, entonces, aparecen unas chispas de esperanza cuando veo que no todos son indiferentes. Hoy vi llorando –una vez más– al comandante de los bomberos Iván Galloso, jefe de estructuras, tratando de explicar por qué no pudieron rescatar a Jovi y Jorge Luis. Se nota que trata de ponerse serio, pero es más fuerte la impotencia de no haber podido sacarlos del infierno.

Los bomberos son los únicos que están cabizbajos. Ellos siguen trabajando en la zona del incendio y, en vez de estar agotados, se les ve y escucha acongojados. No es justo que ellos sientan alguna responsabilidad.

En este, como en todos los incendios, faltó agua. Qué presión puede haber si sacan agua de una piscinita que es llenada cada cinco minutos por una cisterna. Es una locura. Imaginen la desesperación de los bomberos al tener que esperar que llegue otra cisterna mientras las llamas se volvían más fuertes y llegaban al container de donde Jovi y Jorge Luis pedían auxilio.

Esas lágrimas, comandante, significan que todavía somos más los peruanos solidarios y compasivos que no perdemos la esperanza de que algún día este país será más justo.

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