Natalia Parodi: "Vuela, paloma"
Natalia Parodi: "Vuela, paloma"
Redacción EC

La primera vez que viajé sola tenía 19 años. Me fui al Cusco. Allá me iba a encontrar con unas amigas. Junté todos los centavos que había ahorrado dando clases particulares, tomé un avión y me fui. El dinero me alcanzaba con las justas para pagar un cuarto de hotel de mochileros con baño compartido y almorzar cada día choclo con queso de la esquina. Nada más. Luego, me las ingeniaba para entrar a todas las discotecas antes de las 11 de la noche para no pagar entrada y que me pusieran un sello que me permitía entrar y salir a cualquier hora, y fiestear con mis amigas todo lo que nuestras energías permitieran.

La mejor parte de ese viaje fue descubrir que no tenía que estar acompañada para divertirme. No siempre a mis amigas y a mí nos provocaba estar en el mismo lugar al mismo tiempo, y en algunos momentos me encontré paseando sola por donde quería o bailando sola feliz de la vida en alguna discoteca, mientras ellas estaban cada una en otra. En esa época yo no estaba acostumbrada a pisar la pista de baile sin pareja. Pero esos lugares llenos de extranjeros acostumbrados a bailar cada uno por su cuenta me enseñaron a bailar cuando yo quería como yo quería sin sentirme observada ni juzgada. Esa fue la gran revelación. Bailar sola era lo máximo. Regresé a Lima fascinada y refrescada. Había quedado sembrada en mí la semillita de la libertad.

Después, cada vez que tenía dinero me las ingeniaba para viajar e ir cada vez un poquito más lejos.

Seguía dictando clases y había descubierto que podía hacer también traducciones y ganar así un dinero extra. Vivía aún en casa de mis padres y eso me permitía ahorrar casi todo lo que ganaba. Mi segundo viaje fue un año después a Buenos Aires. También me encontré allá con amigas y al igual que en el Cusco, volví a saborear la libertad de disponer con plena autonomía de mi tiempo y de mis decisiones. Más adelante fui por mi cuenta a Barcelona, y años después anduve sola por Suiza.

Mis viajes nunca duraron mucho. Al comienzo una semana, luego dos y máximo un mes. Pero hacia el final de ese largo mes, tuve una sensación que no tuve en los otros viajes: había pasado suficiente tiempo como para sentir que me desprendía un poco más de mi ciudad y no sentía tanto la necesidad de revisar mi correo, ni extrañaba mucho, y me di cuenta de que podía incluso quedarme por más tiempo descubriendo el mundo y a mí misma.

Conozco gente que ha hecho viajes realmente largos: tres o cuatro meses; algunos, seis u ocho  meses. Trabajan y ahorran con ese objetivo, eligen un punto de llegada (generalmente al otro lado del mundo en el que viven), cogen su mochila, dinero, un cuaderno de viaje y se van. El rumbo del viaje lo definen sobre la marcha. Sus experiencias han sido distintas, pero todos coinciden en una cosa: les cambió la vida y recomiendan viajar solos al menos una vez en la vida de todas maneras.

Sus argumentos son todos potentes: viajar solo te empodera y aprendes a tomar decisiones. Haces lo que quieres cuando quieres y no tienes ninguna obligación de hacer lo que no te provoca. Conoces gente y otras culturas. Tu mente se abre a distintas formas de vivir y ver la vida. Te obliga a salir de tu zona de confort y a conocerte más a ti mismo. Aprendes a apreciar las pequeñas cosas del día a día que normalmente no notas. Eres capaz de adaptarte cuando las cosas salen distinto de lo planeado. Te concentras en vivir el presente. Lejos de tu contexto, descubres tu individualidad. En algunos casos hasta puedes encontrar el amor. ¿Necesitas más razones?

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