Verónica Linares: "Ella y yo"
Verónica Linares: "Ella y yo"
Verónica Linares

¿Alguna vez han soñado que quieren gritar y no pueden porque alguien les está tapando la boca y despiertan porque la presión es tan fuerte que hasta les aprieta el pecho? Así me siento desde hace una semana, desde que Raquel*, la madre de la niña de 3 años ultrajada por su tío, me dijo que ya no quería hablar más de su “problema” y que solo deseaba que los días pasaran rápido para retomar su vida. Yo estoy obligada a respetar su decisión, aunque lo cierto es que desde entonces me siento sumergida en el fondo del mar, atada con cadenas mientras grito desesperadamente y en la superficie, salvo algunas burbujas, todo sigue igual. 

Pero lo correcto es entender que Raquel no es Verónica, que somos dos personas distintas, con realidades opuestas, dos madres que creen saber qué es lo mejor para nuestros hijos dentro de nuestras posibilidades. Que sería Verónica y no Raquel, la que estaría como una loca alzando su voz en cada canal de televisión para denunciar la sucesión de injusticias cometidas contra mi niña. Que sería yo y no ella la que exigiría explicaciones al Ministerio Público por haber premiado al violador de mi hija y a cambio de confesar su asqueroso crimen aceptó rebajarle la pena a 35 años en vez de la cadena perpetua como manda la ley. 

Que es Verónica la que quiere averiguar el nombre de ese fiscal para preguntarle si le gustaría que a los 15 años su hija sepa que el maldito está libre gracias a su decisión, pues estoy segura de que ese delincuente, luego se acogería a los beneficios penitenciarios del dos por uno. 

Yo buscaría entender qué es eso del criterio discrecional que faculta a los jueces a beneficiar al reo antes que a la víctima de una violación. ¿Acaso son robots jurídicos? Encontraría al abogado que me ayudara a llegar a la Corte Suprema para enmendarle la plana a ese magistrado que aceptó la terminación anticipada a un violador de una niña de 3 años. Verónica iría a la puerta del Ministerio de la Mujer a contarle a la ministra que sus abogados están contentos con este dizque logro judicial. 

Raquel vive su dolor de otra manera y está asustada. Yo no quiero seguir abusando de ella –como el resto– presionándola a hacer interminables papeleos para vengarme del maldito, así que acepto lo que me pide. Ella tiene que pensar en cómo hará para regresar a la casa de sus padres donde ocurrió todo, a sacar sus cosas y sin cruzarse con nadie porque no le perdonan, supuestamente, haber desintegrado a la familia. Debe conversar con una tía para que le permita quedarse con ella hasta que encuentre dónde vivir con su niña.

Pero no puedo dejar de sentirme impotente e indignada de este país que dice ayudar a las mujeres a salir adelante. Que nos pide dejar de callar el maltrato físico y psicológico, pero al mismo tiempo nos destruye al insinuar -por ejemplo- que por dejar a mi niña en la casa de mi mamá para ir a trabajar, tengo la culpa de lo que le ha pasado. Un país que anima a las mujeres a denunciar y a buscar protección y cuando ellas lo hacen les da la espalda y las juzga: “No debiste dejarla sola”.  

En el colmo de lo incomprensible, lo último que ha tenido que afrontar esta mujer trabajadora, madre y padre para su niña es que un fiscal quisiera separarla de su hija y enviar a la pequeña al INABIF. Así las cosas, parece que solo me queda agradecer a Dios que tuve un hijo y no una hija, porque en el Perú ser mujer con el agravante de la maternidad parece un delito que se castiga con severidad. Esa es la realidad del país de cara al bicentenario.  

 

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