Verónica Linares: Nunca es el momento perfecto
Verónica Linares: Nunca es el momento perfecto
Verónica Linares

Me encontraba sentada en mi carro sin poder mover ni un dedo, no tenía fuerzas ni siquiera para prenderlo: estaba en shock. Había salido del consultorio de una ginecóloga que, luego de ver los resultados de mi test hormonal, me enseñó un catálogo de donantes de esperma. 

Era una locura: había ido por una consulta de rutina para un Papanicolaou y terminé recibiendo la noticia de que sin un tratamiento de fertilidad asistida no podría ser madre. La doctora no me preguntó si tenía pareja o si contemplaba la posibilidad de tener un hijo. De frente, sin demasiado profesionalismo, pensó en su bolsillo y me enseñó el color de ojos y pelo que podría tener mi futuro niño. 

En ese momento, la maternidad no estaba en mis planes. No me veía llevando una panza gigante, comprando pañales, dando de lactar, limpiando caca o durmiendo solo 3 horas diarias. De hecho, pensaba -y pienso- que no todas las mujeres tenemos la obligación de ser madres y que por diferentes circunstancias podrías tomar la decisión de no procrear. Yo me sentía más cercana a ese grupo.

Pero, aquella tarde en la playa del estacionamiento de esa clínica lloré como una niña. Me preguntaba, por ejemplo, por qué si hasta hacía unos minutos no me veía con un hijo, ahora me dolía tanto que me dijeran que mis óvulos parecían los de una mujer de 45 años.  ¿Significaba entonces que sí quería ser madre? 

Al día siguiente, fui en búsqueda de una segunda opinión que confirmó los resultados, pero aclarando que mi estado de ánimo, los medicamentos que tomaba y las pastillas anticonceptivas podían estar alterando el resultado.  Así que este nuevo especialista lo primero que me mandó fue a limpiar mi cuerpo y luego a practicar sexo con mi enamorado sin preservativo a ver qué pasaba. Todo medio en broma y medio en serio y con la indicación de volver en tres meses a pasar nuevas pruebas. 

No le hice caso, porque no me parecía justo tener un niño así, pero tampoco me atreví a contarle todo a mi chico. Por supuesto que habíamos hablado de vivir juntos, casarnos y tener hijos. Todas las parejas hacen eso en sus momentos más románticos, pero una cosa es imaginar cómo sería una familia y otra muy distinta es tener un hijo, ahorita. Tal vez eso no estaba en los planes de él a corto plazo. 

Además, yo misma no estaba muy convencida de qué quería. Estaba confundida, lloraba a escondidas mañana, tarde y noche. Durante días tuve en el vientre una bola de la angustia que me generaba pensar en las dos únicas alternativas que me daba la vida: tener un hijo ya, ya o tal vez no tenerlo nunca. Pero -y aunque parezca una contradicción-  la duda me hizo confirmar que quería ser madre y por lo tanto tenía que ser de inmediato.

Tomada la decisión y antes de hablar con mi chico, consulté con mis dos mejores amigos sobre la posibilidad de que fueran mis donantes de esperma. En dos semanas, pasé de cero hijos a pedir donantes de semen, conocidos aunque sea, pensé. Los dos aceptaron muy entusiasmados, así que una vez con mi plan B en las manos conversé con mi pareja. Ya con las cosas claras, dejamos de cuidarnos y sin mucho estrés nos proyectamos iniciar un tratamiento en tres meses si las cosas no resultaban. Pero cuando fui en busca de una tercera opinión médica por recomendación de una amiga me dieron la buena nueva. Mientras el ginecólogo me revisaba dijo exaltado: “¡Pero si ya está embarazada, tiene tres semanas!”. Nueve meses después nació Fabio, concebido de manera natural.

No es bueno hacerla tan larga con la maternidad. Tampoco digo que tengan hijos así nomás y con cualquiera, pero cada vez escucho a más mujeres jóvenes poner mil pretextos para postergar la maternidad. Es como si ahora fuera más cool ser madre durante la vejez.

Si tienes una pareja estable, si son felices, si él quiere tener hijos, ¿por qué no? Nunca será el momento perfecto, nunca tendrás más plata, nunca estarás menos cargada de trabajo, ni “bien” emocionalmente o preparada para criar a un niño. Atrévete, o como le digo siempre a Fabio: No pasa nada, hijito.

 

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