Natalia Parodi: "El que se pica pierde"
Natalia Parodi: "El que se pica pierde"
Redacción EC

Llegó el día en que cualquiera puede decir lo que quiera, cuando quiera y donde quiera. Alguien conocido, un hijo de vecino, alguien que firma y cualquier anónimo. Todos somos bastante libres de expresar lo que sentimos. Y eso es una conquista. La libertad de expresión.

Sin embargo, a veces utilizamos este argumento para permitir todo tipo de excesos. Agresiones, insultos, rajes, mentiras e incluso amenazas. Como si toda la rabia y frustración encontrara de pronto un canal de desfogue. Si hoy me levanté de mal humor o me pasó algo terrible, pobre de ti que te cruces en mi camino.

¿Tenemos derecho a agredir a quien nos venga en gana? ¿Se supone entonces que uno tiene la obligación de tragar este tipo de maltrato para proteger el derecho de los demás de decir lo que quieran?

 Pareciera que tuviéramos que resignarnos a callar elegantísimos y hacer como que nada nos afecta. Porque claro, el que se pica pierde. «No, no respondas, tú no eres como ellos», nos decimos a nosotros mismos. Y así pretendemos pasar por alto las groserías en la calle, las ofensas en nuestro muro de Facebook o a quienes apuntan un dedo acusador sin contemplaciones a los diferentes, cuando se trata simplemente de rechazo, intolerancia y muchas veces, abuso.

Relativizar la violencia contra la mujer es inmoral. Pretender decidir sobre la vida ajena -como oponerse a la unión civil-, es transgredir los derechos humanos.

Pretender validar la violación sustentando que las mujeres la provocan con sus minifaldas es tan absurdo e inadmisible como que cualquiera mate a puñetazos a los idiotas que sostienen este tipo de argumentos. E intentar usar la ciencia para argumentar lo antinatural del comportamiento homosexual es ignorancia.

No todo es relativo. Hay hechos, evidencias, cosas que son claras y el que no las ve es porque no quiere. Estar abiertos al diálogo no significa aceptar ofensas. Un insulto no es una opinión. Es una falta de respeto.

Respetar los límites es importante. Que cada quien haga lo que quiera mientras no afecte a otros. Pero juzgar, amenazar e intimidar a los demás porque no nos gusta cómo visten, a quién aman o cómo deciden comportarse en su propia vida, no solo hace daño a los demás, sino que contamina a quien gasta rabia en eso.

Mucha de esta violencia surge de la frustración, del miedo al cambio, a lo diferente, a la libertad del otro. Pero no hay peor cárcel que la imposición de un molde, donde todos debemos caber, acatar y someternos. Donde se nos impone ser iguales, no elegir algo diferente, no cuestionar. Y también es violento limitar la igualdad a unos cuantos. Si el otro se tapa las orejas y ladra sin parar es caprichoso, infantil, prepotente y tóxico. Y nos da la sensación de que solo quedan dos opciones: o aguantar las agresiones sin picarnos, o picarnos y perder. Pero no son las únicas opciones. Podemos decir «basta». Podemos decir «No admito que te expreses así sobre mi vida». «No me quedo callada». «Bájame la voz y háblame con respeto».

Esta es una batalla por la salud mental. Pero la de todos. No solo de quienes luchan por la libertad de ser como quieran, sino también la de los agresores. A nadie le hace bien que su propia amargura gane la batalla. La represión, el capricho y la prepotencia les hace daño a ellos mismos y los somete a sus impulsos violentos y abusivos. El día en que conquistemos la igualdad aunque algunos discrepen o los subleve será liberador para todos.

La vida es una jungla y no nos queda otra que luchar por la justicia, como dicen los superhéroes. Solita no va a llegar. Pero mientras trabajemos en equipo por la igualdad, el respeto y la genuina libertad, todo lo demás caerá por su propio peso.

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